Hombres y mujeres de la misma madera, en la pluma de Tolstói

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Hombres y mujeres de la misma madera, en la pluma de Tolstói

Siguiendo la ruta de Tolstoi, que se abordó en este espacio la semana anterior, vale la pena recordar uno de los conceptos que mantenía el escritor ruso como tema fundamental, la dignidad.

Tolstói fue un hombre que se cuestionó personalmente a lo largo de su vida. En sus diarios deja consignada la lucha que hubo de librar consigo mismo por dejar paso libre a emociones, sentimientos y sensaciones de las que después se arrepentía. Cuando joven, fue esta gama de emociones lo que le llevó, en muchos momentos, a dejarse arrastrar por una vida que consideraría nada ejemplar después. Se preguntaba constantemente si lo que hacía, lo que pensaba y sentía estaba en el sendero de lo correcto.

Así, su obra pinta también ese realismo en todos y cada uno de sus personajes. Hombres y mujeres que constantemente se enfrentan a las cuestiones fundamentales de la vida. Hay mucho de ver por los demás y se examina si su relación con ellos es la correcta, si su trato hacia sus amigos y familia es la adecuada. Al final de sus libros, hay incluso lecciones morales que deja escritas para el lector que siguió al dedillo la obra en cuestión.

Tuvo continuos problemas con su esposa Sofía Behrs, a la que amó profundamente, pero con la que fue teniendo fuertes desavenencias al final de la ruta vital. Sin embargo, conecta con una de sus hijas, Alexandra, que permanecerá a su lado cuando muere en la estación ferroviaria Astápovo. Muerte que remite a aquello que él mismo escribiera para el final de la vida de “Ana Karenina”.

Lector de Henry David Thoreau, Tolstói se refiere a la naturaleza humana en todo lo que nos conforma, por eso es autor tan completo y tan complejo: es el ser humano en sus ansiedades, en sus anhelos, dolores, grandes tristezas, grandes miserias y emocionantes grandezas. Escenas inolvidables de la obra de Tolstói está en la manera en que uno de sus protagonistas queda en el campo de batalla, yaciente, él solo con su universo de cielo frente a sí.

En uno de sus escritos, “El Vagabundo”, un hombre es llevado por un guarda rural a un hogar de campesinos para que le den refugio contra los deseos de la familia. Por la noche, se suscita una plática en la que este asegura que cuando las personas toman algo sin permiso no se trata de un robo, sino de una expropiación.

Mientras la familia duerme, el vagabundo sustrae del hogar un paquete conteniendo té y azúcar, y huye. Al día siguiente, inmediatamente piensan en él, y se lanzan en su búsqueda.

Le dan alcance y lo regresan a la casa. Ahí, luego de discutir con él, quien asegura que no hubo robo sino expropiación, el cabeza de familia decide dejarlo libre y le ofrece llevarse lo que para ellos había sido un robo.

El vagabundo exclama: “Si me hubieses pegado como a un perro, no tendría el corazón tan oprimido como ahora. ¿Te figuras que no sé quién soy? ¡El último de los últimos! ¡Un miserable!”, lo cual sorprende a todos en la habitación, menos a la abuela, la mujer vieja y sabia del hogar. Ella explica el dolor del vagabundo: “¡Es que también es un hombre!”, que Tolstói deja para la última línea del relato.

Con estas tres palabras queda claro: toda persona tiene dignidad. El hombre estaba convencido de no haber robado, pues su espíritu le decía que aquello era una expropiación. Pero a la hora de intentar obsequiarlo por lástima, se negó por dignidad.

Entonces como ahora, a veces es difícil entender la línea que separa entre dar una limosna y ofrecer una ayuda. Circunstancias como las que atravesamos, en esta época que pinta tan difícil, a muchos años de Tolstoi, pero con hombres y mujeres de la misma madera hechos, nos deberían alertar de cómo comportarnos frente a las necesidades y frente a esas mismas circunstancias.