Historia de una mula

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Historia de una mula

Llegó a caballo el hombre, y después de apearse saludó al dueño del rancho en el modo como saludan los rancheros: rozando apenas la mano del amigo y luego dándole unos ligeros toques en los hombros, mitad o tercia parte de un abrazo.

Se pusieron a hablar los dos bajo de la ventana abierta. En el cuarto andaba la señora. Trajinaba, pero hacía lo que la marrana de tía Cleta, que parecía ocuparse en otra cosa pero tenía siempre levantada una oreja para escuchar lo que se hablaba.

Se asomó a la ventana la mujer y dijo a su marido:

-¿Cómo que vas a vender la mula torda?

-Usté métase -le respondió el marido de mal modo-. Estas son pláticas de hombres.

Se retiró la mujer, pero siguió en el cuarto haciendo como que barría, haciendo como que sacudía, haciendo como que hacía. Los hombres siguieron tratando lo de la compraventa de la mula torda, y se acercaban ya a un acuerdo.

Asomó otra vez la cara la mujer.

-No vendas esa mula, Bardomiano. Es el único animal que trabaja en este rancho, dicho sea sin agraviar a nadie.

-Mujer -se irritó el esposo-. No te metas en lo que no te importa. Estos son negocios que no conoces.

-De negocios no conoceré -replicó la señora- pero de mulas sí, pues mi papá las criaba, quentoques, de las buenas, y nunca tuvo una mejor que ésta que tú quieres vender.

-Yo sé lo que hago, ya le dije. Métase.

Siguió la plática, y los tratantes se fueron acercando al precio de la mula. Otra vez apareció en la ventana la mujer. Ahora habló con gemebundo acento suplicante:

-Bardomiano, no vendas esa mula. Mira que es zaranda: se contonea con mucho ritmo al caminar. Más mansa que ella ni la borrega vieja; más fuerte ni el buey melón; más obediente ni el “Nopisiái”, el perro de los niños; más jaladora ni el burro de la noria. No vendas esa mula, te lo pido por Dios y por tu santa madre.

-¡Mira que ya me estás hartando¡ ¡Yo sé lo que hago con mis cosas! ¡Métete ya y cierra esa ventana¡

-Si vendes esa mula, Bardomiano, allá te lo haya. Nunca vas a encontrar otra igual.

-¡Con una...! ¡Métase ya, vieja empeñuda!

Furiosa, la mujer cerró de golpe la ventana. Ya tranquilos y sin interrupciones llegaron comprador y vendedor a buen término el asunto. Fijaron el precio de la acémila; sin regatear más lo pagó peso sobre peso el comprador; fue por la mula el hombre y la entregó a su nuevo dueño, que se alejó con ella al ligero trote de su caballo.

Pasaron tres o cuatro días. Y otra vez se apareció el hombre por ahí. Lo vio venir el vendedor de la mula, y cuando lo tuvo junto a sí le preguntó:

-¿Qué andas haciendo?

Respondió mohíno el otro:

-La mula no es mansa, ni fuerte, ni zaranda, ni obediente, ni jaladora, ni nada. Es el peor animal, la más bellaca bestia que haya yo conocido en todos los años de mi vida. Muerde; patalea; no admite rienda o silla; come más que un elefante y se niega a trabajar; se la pasa echada todo el tiempo, como una Cleopatra de las mulas.

-Y ¿me la vienes a devolver? -inquirió con cautela el del rancho disponiéndose a dar feroz pelea.

-No -respondió el comprador-. Tratos son tratos. Vengo a que me prestes a la vieja palera esa que tienes, pa’ poder vender la mula yo también.

Así termina la historia de una mula. De dos más bien. O tres.