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Historia de la viruela
La viruela era algo tan serio y discutido que incluso llegó a ser causa de duelos y desafíos entre los médicos.
En 1719, una ‘guerra de papel’ se desató en Londres con panfletos hostiles en contra del tratamiento que se estaba aplicando la gente común para tratar la viruela. Mientras tanto, la situación se volvía cada vez más complicada, ya que era un enfermedad frecuentemente fatal.
La viruela había acompañado a la humanidad durante siglos y los médicos frecuentemente discutían sobre cómo tratar el mal, pues era una enfermedad que no había sido referida ni por Hipócrates ni por Galeno, los dos grandes médicos de la antiguedad.
La mayoría de la gente la sufría en la infancia, cuando se presentaba en su forma más leve, como una fiebre con erupciones cutáneas, de las cuales el paciente no volvía a contagiarse después de sufrirla.
Por eso, los padres exponían deliberadamente a sus hijos, con la esperanza de que se contagiaran y sobrevivieran a las epidemias que eventalmente se presentaban en Europa.
No obstante, un refrán advertía: “Nunca cuentes a tus hijos hasta que todos hayan tenido viruela”.
Aceptar lo inaceptable
Y es que, si te contagiabas de viruela en época de epidemia, cuando estaba en su forma más virulenta, era fatal: mataba a uno de cada tres que se contagiaban.
Sea como fuere, a principios del siglo XVIII, la viruela mataba entre el 10 y 15% de la población de Europa.
Fue entonces cuando un nuevo método para lidiar con el mal captó la atención pública o, para ser más exactos, la atención de los europeos y estadounidenses educados. Un método que los campesinos chinos, griegos, árabes, turcos, galeses y escoceses, conocían desde hacía siglos.
Pero era difícil para los letrados aprender de los iletrados, así que siguieron décadas de discusiones y controversias.
Además, el método requería que los médicos hicieran algo que nunca habían hecho antes, y que contradecía todo lo que habían aprendido: enfermar deliberadamente a un paciente sano.
La carta de Lady Mary
Las extraordinarias noticias comenzaron a llegar a París, Londres y otras ciudades occidentales, a principios de 1700.
La más célebre emisaria de esas noticias fue Lady Mary Wortley Montagu, esposa del embajador de la corona británica en Constantinopla (Turquía).
Lady Mary Wortley Montagu era una celebridad en su época, admirada por su belleza, inteligencia y buen humor. En 1717 Lady Montagu, que había padecido la viruela y sobrevivido, escribió a una amiga una carta en la que decía:
“La viruela, tan fatal entre nosotros, aquí (en Constantinopla) es completamente inofensiva, por la invención del injerto, un procedimiento mediante el cual grupos de mujeres de edad, recolectan secreciones de pacientes enfermos y se ocupan de hacer los injertos cada otoño.
“Las mujeres de ese grupo preguntaban si había alguien en la familia que quisiera tener viruela: hacían reuniones con ese propósito y cuando juntaban entre 15 y 20 personas interesadas, una de las mujeres se presentaba con un poco de las secreciones del mejor tipo de viruela y le abría una pequeña herida al paciente con la punta de una aguja y ponía dentro de la herida todo el veneno que podía recoger en la punta de esa aguja”, decía Lady Mary en su carta.
“Los niños inoculados juegan juntos durante el resto del día y siguen perfectamente saludables hasta que la fiebre los invade y los mantiene en cama durante dos días. Raramente tienen más de 20 a 30 pústulas en sus rostros, que nunca dejan marca; y en ocho días están tan bien como antes de enfermarse”.
Lady Mary estaba decidida a hacer que la operación fuera conocida en Inglaterra.
Cuando regresó a Londres, desafió a los médicos haciendo que su hija fuera inoculada por un extremadamente vacilante cirujano llamado Charles Maitland, durante una epidemia de viruela en abril de 1721.
Maitland insistió en que lo acompañaran otros dos médicos. No sólo para consultarlos sobre la salud y seguridad de la niña sino para que fuesen testigos de la práctica que iban a aplicar y contribuyeran al crédito y reputación de ésta.
Y funcionó.
Interés real
Algunos doctores de la corte real se interesaron tanto que le pidieron permiso al rey para realizar experimentos de inoculación en seis prisioneros condenados a muerte: tres hombres y tres mujeres.
Los prisioneros aceptaron felices el tratamiento, ya que de ser exitoso los libraría de la ejecución, como en efecto sucedió.
Tras ese éxito, la familia real misma se interesó. La princesa de Gales quiso inocular a sus dos hijas, así que consultó al médico real Sir Hans Slone.
“Le dije a la alteza real que, por lo que se vio la inoculación parecía ser un método apropiado para proteger a la gente de los grandes peligros de la viruela, pero que, sin estar seguro de las consecuencias, no aconsejaría hacer pruebas en pacientes de tal importancia.
“Entonces, la princesa me preguntó si yo la disuadiría de hacerlo, a lo que respondí, que no lo haría, en un asunto que probablemente sería muy ventajoso. Respondió que había resuelto que debía hacerse la inoculación a sus dos hijas”.
La propuesra del doctor Sutton
El clamor contra la inoculación y contra Lady Mary, fue increíble. La facultad médica pronosticó el fracaso y las consecuencias más desastrosas; los clérigos denunciaron desde sus púlpitos la impiedad de tratar de quitarle el acontecer a la mano de la Providencia. Así las cosas, la gente común comenzó a gritarle a Lady Mary que era una madre antinatural que había arriesgado la vida de su propia hija.
En cualquier caso, los inoculadores seguían haciendo su trabajo aunque, a diferencia de la práctica en Turquía —donde se hacía un pequeño raspón en la piel para introducir la enfermedad—, en Inglaterra y Estados Unidos los médicos creyeron necesario que tras el tratamiento, los pacientes fueran aislados en casas de inoculación especiales para evitar que la enfermedad se dispersara.
Hasta que un cirujano llamado Robert Sutton mejoró enormemente el tratamiento en la década de 1750... básicamente retomando el método original utilizado en Turquía.
El doctor Sutton proponía: “Mediante el uso de una lanceta, cuanto más pequeña mejor, cargada con la menor cantidad posible de secreciones de materia inmadura, cruda o acuosa, introdúzcase el material por punción, entre la piel y la epidermis apenas suficiente para que ocurra el sangrado”.
El método ‘suttoniano’ no solo era rápido e indoloro, sino que además permitía inocular a decenas de personas por día y, sobre todo, era barato.
La práctica de la inoculación se volvió realmente popular, especialmente porque su introducción coincidió con una gran epidemia de viruela.
Sin embargo, antes de que pudieran implementarse tales planes, los especialistas tendrían que aprender otra lección médica de los campesinos, que haría que la protección contra la viruela fuera aún más segura y fácil.
De las vacas a los humanos
Cuando estaba haciendo sus prácticas médicas rurales, el médico inglés Edward Jenner (1749-1823) atendió a una chica que lo consultó sobre unos granos que aparecieron en su piel.
Ella trabajaba como ordeñadora y le dijo casualmente: “Sé que no es viruela porque ya me dio viruela bovina”.
Esas pocas palabras hicieron que Jenner recordara que en la región de la que él venía también se decía que quienes contraían viruela bovina al ordeñar las vacas quedaban inmunes a la enfermedad.
Y la viruela bovina no era grave: nadie moría de eso.
En 1775, Jenner empezó un minucioso estudio sobre la relación entre la viruela bovina y la de los humanos.
Descubrió que si tomaba el extracto de una llaga de viruela bovina y se la inyectaba a un ser humano, esa persona quedaba protegida de por vida contra la viruela común (de ahí surgió el término vacuna).
Más tarde, gracias a Louis Pasteur, la palabra vacuna se convertiría en el término genérico para la introducción de inmunidad artificial en la gente sana.
Adopción mundial
De ahí en adelante, la vacunación se adoptó rápidamente en todo el mundo.
Los españoles idearon un ingenioso método para enviar viruela bovina a sus colonias en Sudamérica.
Reclutaban un equipo de jóvenes huérfanos. Uno de ellos era vacunado al comienzo del viaje. Cuando se desarrollaban las pocas pústula que producía este tratamiento, los vacunadores tomaban materia de ellas para vacunar al próximo niño, y así sucesivamente.
Para cuando el barco llegaba a su destino, había un caso activo de viruela a bordo que podría usarse para vacunar a la población local.
De ahí en adelante, la campaña de vacunación contra la viruela durante el siglo xx fue un gran éxito.
En 1966, la Organización Mundial de la Salud lanzó una campaña de vacunación para eliminar la viruela del planeta.
El último caso natural se presentó en Somalia en 1977.
Nunca hubo una cura contra la viruela, sin embargo, la enfermedad se pudo dominar aprendiendo de los campesinos iletrados, pero observadores, que nunca habían estudiado Medicina. (BBC)