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Historia de dos mujeres (II)

Cada una con su historia.
-Nos quedamos, licenciado, en que iba usted a contar la historia de la muchacha que salía sin medias a la calle.
-Ah, sí. Y de la señorita quedada que la veía por la ventana. No deja de ser vulgar la historia. ¿Habrá alguna que no lo sea? La de Dante y Beatriz, posiblemente, porque no acaba en posesión, que es lo que echa a perder el sentimiento. No puede haber amor platónico si ya te la echaste al plato.
-Buena frase, licenciado, si bien un tanto drástica.
-Así salió, y ni modo. Tuve una profesora que decía que el matrimonio es la tumba del amor.
-Por algo lo diría.
-Quien sabe. Ella y su esposo se veían bien avenidos, sobre todo cuando iban al cine. El señor usaba cachucha, pues era un poco calvo, y ya ve usted los fríos de Saltillo.
-No perdonan, licenciado, no perdonan. Pero hablábamos de la muchacha que salía sin medias a la calle.
-La recuerdo muy bien. Era trigueña.
-Como el trigo.
-En efecto. Supongo que de ahí viene la etimología. Las mujeres trigueñas son muy interesantes, sabe usted, porque andan entre rubias y morenas. Si las quieres ver rubias las ves rubias; si las quieres mirar morenas las mirarás morenas. Son como aquellas chaquetas que había antes: de dos vistas.
-Y ¿qué hacía la trigueña?
-Tenía un salón de belleza. Luego esos establecimientos pasaron a llamarse “estéticas”.
-¿Sería por influencia de Vasconcelos?
-No lo creo, pero cosas más raras se habrán visto. En esto de los nombres hay caprichos: un pasaporteado que se repatrió le puso a su hijo Usmaíl. Parece nombre de arcángel pero no lo es; lo que pasa es que el señor trabajó en el correo y quedó muy agradecido.
-¿Usmaíl qué, licenciado? ¿No se acuerda?
-La verdad no. Además el apellido no añadiría interés a la narración. Permítame seguir con el relato. Aquella muchacha salía a la calle sin medias. Entonces eso era gran escándalo, porque ninguna mujer mostraba las piernas así, sin nada. Hasta las putifarras -perdone usted el eufemismo- traían medias, y a veces no se las quitaban ni en el momento profesional. Como eran de popotillo -las medias, digo- no se les iba el hilo en las evoluciones.
-Qué bonito.
-Deje usted lo bonito: lo práctico. El caso es que la trigueña salía a la calle con las piernas, como quien dice, al aire. Las tenía blancas y bien torneadas; parecían columnas de alabastro. La comparación no es mía; la leí no sé dónde.
-Quizás en Vargas Vila, o en El Caballero Audaz.
-Cállese, que nos van a sacar la edad. Frente al salón de belleza tenía su casa una señorita quedada, y veía a la trigueña salir sin medias a la calle. Luego iba a San Juan Nepomuceno y se confesaba con el padre Quiñones.
-Me acuso, padre, de que mi vecina de enfrente sale a la calle sin medias.
-¿Y por qué te confiesas tú de eso? -le decía el jesuita-. La que se debe confesar es la que hace el pecado.
-Es que ella no se confiesa nunca, padre, y me da miedo que se vaya a ir al infierno. Por caridad me confieso yo en su lugar. ¿No vale eso?
-No, no vale.
Mire usted a la señorita salir ahora del templo de San Juan. Va triste. No tiene pecados que confesar, y los ajenos no se los aceptan. Ella quisiera hacer pecados pero ¿cómo? La señorita entra en su casa y se sienta en la mecedora de la sala. El reloj de la Catedral suena las seis.