HIDALGO, la otra historia

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HIDALGO, la otra historia

ESMIRNA BARRERA

El cura bribón detuvo sus pasos delante del que alguna vez fue su amigo. El cadáver de Riaño estaba encuerado. La plebe le arrancó la ropa, y sin tentarse el alma lo dejó con las nalgas al aire. A como  diera lugar querían encontrarle la cola de los diablos; pero, por más que lo hurgaron, ningún rastro hallaron de Lucifer. Él sólo era un gachupín, un militar de rango, alguien que se negó a rendirse y entregar a su mujer. Su cara se veía cerosa, de la comisura de los labios ya no le goteaba sangre. El pequeño charco donde se paraban las moscas verdes y panzonas empezaba a cuajarse. Su ojo izquierdo estaba reventado, la negrura de los humores terrosos le marcaban el cachete y la sien. Si el ensotanado hubiera tenido los tamaños para tocarlo, la consistencia chiclosa se le habría quedado pegada hasta el fin de sus días. Las traiciones nunca se borran. El plomazo que vino de quién sabe dónde fue certero o, tal vez, una funesta casualidad fue la que le dio rumbo a la bala. Riaño apenas pudo retorcerse antes de que las garras de la pálida le rajaran el pecho para arrancarle el alma.

—Los muertos tienen malas maneras —murmuró el cura—, siempre se me quedan viendo a los ojos.

Sus dedos no se dignaron a trazar la cruz sobre el muerto, el hombre que fue su amigo sólo merecía freírse en el Infierno.

Con calma se acomodó los dos pistolones que traía en la cintura; durante toda la batalla sus manos no se acercaron a  ellos. Otros mataban en su nombre.

La patada que le dio a Riaño no fue muy fuerte. Quería que su único ojo mirara las losas de la alhóndiga. Delante de Hidalgo, los muertos también debían portarse como lo mandaba. El intendente de Guanajuato no fue el primero ni el único que se escabecharon ese día, pero todos los cadáveres tenían que cuadrarse delante de él. Si don Miguel era el capitán general de la leperada, su mando se extendía sobre los vivos y los difuntos.

Apenas se detuvo unos instantes para ver su bota. El brillo absoluto se había perdido por culpa de Riaño. Suspiró casi resignado y siguió avanzando hacia el patio.

En ningún lado se veían sobrevivientes. Los únicos que gritaban y se arrebataban el botín eran sus hombres, sus hijos buenos que ajustaban cuentas con el pasado. Más de tres perdieron la vida a manos de sus compadres por no entregarles una barra de plata, un puñado de monedas o el saco de maíz que se echaron sobre el lomo con ganas de matar el hambre que les marcaba las costillas desde que el tiempo existe. Ustedes saben que no miento: los miserables ni siquiera respetaban a sus iguales. En el momento en que el viento de las brujas los tocó, el Diablo los hizo suyos.

Las gachupinas estaban tiradas a mitad del patio. Ninguna tenía la ropa completa, a todas se les veían las piernas abiertas y la falda alzada. Muchas tenían los dedos mochos y las orejas desgarradas. Sólo Dios sabe si les arrancaron las joyas antes de profanarlas y rajarles el gaznate como si fueran cerdos de matadero. Los hombres no tuvieron mejor destino. Ahí estaban, embrocados y con el trasero herido por el puñal que buscaba los signos del que no tiene sombra.

Hidalgo, el más cabrón de todos los curas, se quedó parado a mitad del patio de la alhóndiga. El olor del azufre quemado y la carne chamuscada lo obligó a fruncir la nariz. Los muertos no le importaban, pero la peste lo incomodaba.

En esos miasmas se agazapaban las enfermedades que podían metérsele en el cuerpo y, para acabarla de fregar, el humo ceniciento lo obligaba a sentir los rescoldos del miedo que marca a los animales cuando la muerte los lame. Todos los caídos lo habían sudado y sus humores se sentían en el aire encerrado.

Don Miguel apretó la quijada, el cuero de guajolote de su papada se tensó para revelar las venas.

Apenas tuvo que mover un poco la mano para que el matasiete se acercara a su lado. El Torero tenía el alma negra y su charrasca siempre estaba dispuesta. Una palabra del cura bastaba para que su filo le rajara las tripas a cualquiera que no le llenara el ojo. Aunque ustedes no me crean, desde el día en que tomó la decisión de levantarse en armas en Dolores, nadie se atrevía a llevarle la contra. Él fue el último que llegó a la casa de los Domínguez para unirse a los levantiscos y, sin que nadie pudiera meter las manos para jalarle las riendas, se convirtió en el primero en mandar.

Cuando la conspiración se descubrió, los que no fuimos encarcelados terminamos obedeciéndolo. En menos de lo que canta un gallo nos dimos cuenta de sus alcances y no nos quedó de otra más que agachar la cabeza. El momento en que lo llenaríamos de grilletes aún no llegaba y, cuando se hizo presente, ya era muy tarde. Ustedes, aunque yo se lo implorara, no me dejarían entrar a su celda para vengarme.

—Mándeme, padrecito —le dijo el Torero. Su voz sonaba mustia. Lo único que le faltaba era que agachara las orejas y metiera el rabo entre las patas para arrastrarse delante de su amo. Ese tono no era el suyo. Cualquiera que lo hubiera visto en la pulquería o mientras se echaba un buche de chínguere acompañado por sus amiguetes sabía que sus palabras se escuchaban impostadas. Los que conocían sus horrores no podían creer tanta mansedumbre en el hombre que devoró a sus víctimas. El dulce sabor de la grasa de las mujeres lo tenía marcado en el alma. Todos conocíamos sus dos caras.

—Párate ahí con tus muchachos —le contestó don Miguel mientras señalaba la puerta destrozada que aún humeaba—, que nadie se lleve las barras de plata. Nosotros las necesitamos más que ellos.

El Torero asintió, y antes de dar el primer paso se atrevió a hacerle una pregunta a su patrón.

—¿Nomás las barras?

—Sí, sólo las barras… Si no se quedan con las monedas y la comida nos darán la espalda en un santiamén. Total, si se tragan los granos y les da más hambre, seguro que hay un pueblo más adelante.

 

José Luis Trueba Lara. Nació en la Ciudad de México en 1960. Estudió Sociología y Filosofía de la Ciencia en la Universidad Autónoma Metropolitana, y ha impartido cátedra en distintas universidades. Como escritor cuenta con una vasta producción, entre la que destacan las novelas juveniles La ciudad sin nombre, Garra de Jaguar y Mi señora la reina. En Planeta ha publicado Pronto llegarán los Rojos y El maravilloso circo del señor Shtrum.

Fragmento del libro Hidalgo La otra historia © 2021, José Luis Trueba Lara. Cortesía otorgada bajo el permiso de Editorial Océano.