Heroína anónima
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Heroína anónima
Itzel Roldán*
Movió el cigarro en la mano hasta que no pudo estar más tiempo en aquella sala de espera de hospital y salió a fumar. Justo cuando llevaba un día de abstinencia, maldito síndrome, maldita nicotina.
Diana odiaba ver a su mamá en ese estado, la recordaba como una persona terca y altanera, con su sarcasmo y su sonrisa perversa. Pero ahora sólo quedaban anécdotas un poco siniestras y llenas de pendejadas, como a ella le gustaba decir, una mala madre en toda la extensión de la palabra.
El cáncer había atacado todo su cuerpo, pero no perdía la esperanza, siempre había sido valiente. Ahora eso no importaba, porque Chela, como le decían a esa nada expresiva madre, ya no estaba ahí. Sólo era un cuerpo en decadencia y un montón de mentadas para las enfermeras, “pinches carniceras”, les decía.
Chela odiaba a su esposo, odiaba a sus hijos y odiaba a sus nietos; nada tenía que ver que fueran nueve vástagos producto de quince años de maltratos en un matrimonio arreglado. No, nada tenía que ver con eso, ella los odiaba por puro placer.
Pero Diana, la hija menos favorita, permanecía al pie del cañón en esta batalla contra el cáncer y contra su madre, que básicamente era como estar entre dos de las más grandes pandemias del mundo. Pero ahí estaba Diana, firme, fumando su cigarro.
Una enfermera pasó ofreciendo condones a todos los jóvenes en la contigua sala de maternal. Quizá no se había dado cuenta esta ingenua mujer, que ese pequeño pedazo de látex tuvo que llegar a manos de estos jóvenes hace nueve meses o dieciocho o quizá hasta veinticuatro.
Eso le hubiera servido mucho a su mamá, pensó Diana, así no hubieran sido nueve niños corriendo en un pequeño cuarto, compartiendo dos literas y utilizando un solo baño.
Quizá, siendo dos o tres, Chela les hubiera repartido besos en la frente cada mañana y abrazos cálidos cada noche, o quizá recibieran menos “ponte a hacer algo, hijo de la chingada”.
Sabía bien que su madre no era del todo mala, amaba el mar y siempre que estaba ahí, sonreía sinceramente. Se olvidaba de todo lo malo que le había tocado, dejaba asomar su pasión y amor por la vida, corría entre la arena con la agilidad de un tigre en la selva. Recordaba lo que era el verdadero amor al sentir el movimiento de las olas, esa pasión que nunca reveló Chela, esos sueños que nunca contó, esas palabras de amor que nunca le dijo a nadie.
Fue hasta que murió, un sábado a mediodía, que sus nueve hijos se reunieron en el hospital a llorar. Parecían entre destrozados y aliviados, sólo Diana sabía el camino que su madre había tenido que recorrer hasta ese momento.
Todos le preguntaban a Diana si su madre tenía un último deseo, si había pedido algo antes de irse, algo que los dejara tranquilos. Pero nada, Diana aseguraba que su madre se había ido en paz, mientras dormía, sin darles cabida en su memoria, como siempre.
En el fondo, ella se sentía bien. Por una parte, extrañaría el dulce dolor de llamar a su madre para recordarle el cumpleaños de ella y sus hermanos, porque no eran días que estuvieran marcados con especial atención en su calendario. Pero también, tenía que admitirlo, desconectar ese monitor de signos vitales emitiendo ruidos que taladraban el cerebro y le provocaban ansias de fumar fue una de las mejores decisiones en la vida de Diana. Se sentía como una heroína anónima, incluso mejor.
*Itzel Roldán
COMUNICÓLOGA Y CHILANGA