Henning Mankell: La voluntad ignota
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Henning Mankell: La voluntad ignota
Como siempre, descubrí muy tarde a Henning Mankell, el escritor sueco (1948-2015) que murió apenas el 5 de octubre anterior. Lo admiraba por su brillantez como novelista negro, sus tramas, su estilo –avizorado apenas en la traducción- y su extraordinario detective Kurt Wallander.
“Con Wallander -nos dice Wikipedia-, Mankell ha logrado crear un personaje repleto de humanidad y de sensibilidad cotidiana, que lo mismo puede desentrañar la más complicada serie de asesinatos que condolerse de su suerte y pensar que debe jubilarse para dar paso a una sociedad posmoderna que lo avasalla y que parece ya no entender.”
Por los medios, sabía que vivía la mitad del año en Suecia y la otra mitad en Mozambique (África), donde ejercía otra de sus pasiones: el teatro. No he visto ni leído ninguna de sus obras dramáticas; si son tan hermosas como muchas de sus novelas, habría que calificarlo como un gran dramaturgo.
Pero ¿cómo deben ser las obras dramáticas actuales para ser consideradas “hermosas”, cuando hoy los cánones estéticos del arte son tan ubicuos e indeterminados? El tema no es importante en este momento, pues se trata de recordar a un escritor de novelas de suspense. Y se trata de recordarlo porque ha muerto. ¿No es una lástima y una dicha tener que morir?
Henning Mankell fue, alguna vez, el producto comercial de una casa editora. Pronto se convirtió en un fenómeno de ventas y empezó a ser traducido a muchas lenguas. Ya lo sabemos: todo ese proceso por el que pasa un “escritor profesional” y la razón por la que, en México, las juventudes se instalan en el centro del país, anhelantes de fama y de fortuna en el concierto multitudinario de los letrados.
Pero Mankell salió de ese centro y siguió escribiendo sus novelas magníficas. No pretendía ser un innovador de las letras. Sólo quería contar historias de suspenso y lo hizo. Parece que, con extrema sabiduría, fue indiferente a la crítica, al elogio, a la fama y a todo el estercolero del mundanal ruido, especialmente el de las artes. Simplemente escribió: novelas detectivescas, novelas “normales”, cuentos y obras de teatro.
El detective Kurt Wallander ostentaba una incipiente barriga y tenía una hija. Su padre pintaba cuadros en los que solía aparecer un urogallo. ¿Sería necesario instalarlo en un asilo para ancianos? Wallander se enfrentaba a un caso con la actitud profesional de un científico, pero el lector descubría siempre el lado sentimental de ese experto en lógica matemática, no sólo porque amaba la ópera sino porque no parecía un personaje hecho de palabras sino de emociones.
Kenneth Branach interpretó a este entrañable detective en una serie de televisión, en Inglaterra. Rolf Lassgard lo hizo para el cine. La talla de estos actores es indiscutible: ¿nos parecen Kurt Wallander? ¿Cómo saber si un actor está a la altura de un personaje literario? ¿Y cómo es que un personaje literario puede encarnar los rasgos de una sociedad a la que hipotéticamente pertenece?
Porque la creación de Mankell -el detective Wallander y sus casos- está impregnada de este presente. Si en el futuro alguien quisiera echar un vistazo a las calamidades y milagros de nuestra época -de “entre siglos”- las novelas de Mankell serían un documento inapreciable, acaso imprescindible. ¿El Mal está de moda? Nadie lo sabe o todos lo sabemos: hemos vivido en él desde siempre. El futuro, como el pasado, está pringoso por el dolor que el Mal fabrica en serie.
Wallander es otro pequeño Quijote que desea, desde el otro lado, combatir el Mal. Triunfa, sí, pero a costa de sí mismo, como sucede en la realidad real. Porque, contra lo que se dice, son más los otros… Esto y varios rasgos de la novela negra me han intrigado siempre: “A” lucha contra todo el alfabeto, pues todo el alfabeto se ha confabulado para hacer del mundo el reino del Mal. ¿”A” es un ingenuo, un idiota, un despistado o un héroe? El malvado ataca desde la mentida oscuridad, ésa es su guarida. La alegoría resulta clara hasta en la Biblia, pero ¿tuvo que ser así?
Los criminales de las novelas de Mankell ¿son perversos por naturaleza o el Mal es una “maldición” de la Divinidad? Es decir: ¿la perversidad es una enfermedad cerebral, un problema que la psiquiatría y la farmacología pueden resolver; la maldad se debe a alguna insuficiencia bioquímica, es atávica o es simplemente una opción del individuo, un gusto?
Por otro lado: ¿qué pudo mover a la Divinidad a dejar esa letal semilla en nuestra constitución orgánica o psíquica? ¿Y si la Divinidad lo hizo a propósito, como se lanza un acertijo? Los filósofos han debatido en torno de este tema durante siglos mientras el bisonte rojo de la caverna y el grito de Munch recorren todos los rincones del planeta.
“El hombre nace bueno y la sociedad lo corrompe”: esto fue lo que escribió Rousseau en su “Contrato social”. Ignoro si Henning Mankell suscribiría esta afirmación del filósofo suizo, pero estoy seguro de que las novelas del autor sueco revelan menos un mundo de ficción negra que uno de oscura realidad; una realidad que se parece al enjambre de aves nocturnas que sobrevuelan al hombre adormecido de Goya: “El sueño de la razón produce monstruos”.
Este año se celebran los cincuenta años de la aparición de la enigmática novela del escritor mexicano Salvador Elizondo -“Farabeuf”-, autor también de una obra extrañamente negra: “El hipogeo secreto”. Nada tiene que ver esto con el trabajo de Henning Mankell. Sólo un delgado hilo conecta a estos autores: ambos aluden al trasmundo de la perversidad; ambos saben, de algún modo, que somos la proyección de una voluntad ignota. Lo dicho: la novela negra es, en el fondo, teológica.
Hasta el incierto final, quedará el recuerdo de Wallander reuniendo a sus asistentes para cotejar hechos, información, opiniones; quedarán las visitas a su padre gruñón; quedarán los soliloquios de este apasionado con la idea de mejorar el mundo; quedará su amor por la ópera, escuchada en medio de la resolución de un crimen -otro crimen-; quedarán muchas tardes en compañía de un autor que me hizo ver el otro lado del espejo, el mismo lado.