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¡Hasta pronto, balaceras!
Se le llenaba la boca.
Y la sonrisa, esa sonrisa de por sí contagiosa que él tenía, se le iluminaba.
Aquella vez que me trajo a enseñar al periódico esa fotografía.
Era una fotografía a blanco y negro.
Vieja la fotografía.
Ajada ya.
Ahí estaba él.
Posando afuera de una mina.
La placa había sido tomada después de la explosión de un yacimiento de carbón en la región del carbón de Coahuila.
Donde hubo muertos.
Muertos.
“Mire balaceras. Ahí estoy yo”.
Me dijo don Toño Ruiz.
La cara hinchada de orgullo.
Era la foto de una de las tantas y tantas tragedias mineras que han habido en aquella zona de viudas, huérfanos y dolor.
Entonces, me platicaba don Toño, tenía que mandar sus notas, escritas a máquina, por supuesto, y los rollos de fotos sin revelar, en autobús hasta Saltillo.
Qué ejemplo
Y qué pasión.
Decía yo para mis adentros cada vez que platicaba con ese gran hombre del periodismo.
De ese periodismo de antes.
Empírico, sencillo, rudo, pero hermoso, humano.
“Yo iba a la cárcel, balaceras, hasta las celdas, y entrevistaba a los malandracos, ¿por qué lo mataste, calavera?”.
Me contaba don Toño en esas incontables pláticas que tuvimos en la redacción, durante esos ratos muertos que a veces hay en la redacción.
Qué valentía y que arrojo de señor.
Me decía yo.
Recio y duro como era.
Me criticó algunas veces mis temas y textos.
“¿Pos qué mamucada es esa que sacaste, balaceras?”.
Y yo la verdad que nunca me atreví a objetarle.
Un hombretón altote y fornido…
La verdad es que yo le
sacaba…
Me imponía, me daba miedo.
Infundía respeto el don Toño.
Otras veces sólo pasaba por mi lugar y me palmeaba la espalda con esas manazas que me hacían bajar la cabeza y encogerme de hombros.
O me daba un apretón que, de tan efusivo, me deja sin aire.
Jamás lo conocí enojado.
Ni nunca vi en su cara un asomo de tristeza.
Al contrario.
Me hacía el día con sus carcajadas y sus bromas.
“¿Qué onda Peñita? ¿Ya no has ido al Olimpia?”.
“Se me hace que te enamoraste de los travestis esos de tu reportaje, ¿no?, balaceras…”.
“No, cómo cree señor”.
“Sí, cómo no”.
Y los dos nos desternillábamos de risa.
Una tarde que nos encontramos por los baños me contó que tenía cáncer en la vejiga.
Y no supe qué decirle.
Nada que decirle a ese señor que ni en ese momento se dobló.
Y otra vez, como siempre que nos topábamos, salimos riendo no recuerdo por qué tontería que yo le platiqué.
Es fue el don Toño que conocí.
Y así lo quiero seguir recordando…
Así.
Hasta pronto, balaceras…