Harold Bloom lector Harold Bloom lector

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El crítico literario estadounidense Harold Bloom murió el 14 de octubre de este año. Había nacido en Nueva York en 1930. Pocos críticos tan controvertidos, eruditos y amenos como Bloom: su “Canon Occidental” (1994) fue, en su momento, un libro que levantó mucho polvo.

Pero, para empezar a entendernos, ¿qué es un “canon”? No es sólo la marca de un tipo de medias de mujeres, por supuesto (¿existen aún?), aunque por algo dieron ese nombre a tales medias: si usas esta prenda estarás dentro de la norma de la moda, en el interior de la élite, jamás fuera.

Y la mayoría de nosotros desea estar “dentro”, no “fuera”. Es importante ser o sentirse “aceptado”. El canon, como el individuo, tiene que ver con lo socialmente convenido. En la palabra “canon” encontramos el vocablo “caña”: la “vara” que sirvió en las culturas de la Antigüedad como instrumento de medición. Este hecho es, en sí, bastante sintomático.

El canon occidental en la literatura, según la interpretación de Bloom, está compuesto por casi 30 autores u obras que constituyen hitos en la historia de nuestra cultura. En la cumbre de su propuesta del canon, el crítico ubica a William Shakespeare, el autor de “Hamlet”, “Macbeth”, “Rey Lear”, “La Tempestad” y tantas otras grandes obras dramáticas del Cisne de Avon.

El nombre de Shakespeare surge una y otra vez en este libro que causó y sigue causando revuelo en los ámbitos académicos e intelectuales. Casi no hay página en la que no se mencione el nombre del autor (?) de “Sueño de una noche de verano”. Por cierto, Bloom publicó, en 1999, un grueso y espléndido volumen al que llamó: “Shakespeare: La invención de lo humano”, un título por demás ambicioso aunque evidentemente metafórico.

El ejercicio de la crítica suele ser considerado tangencial o de plano execrable. Se debe, supongo, a que no acabamos de comprender el sentido de la palabra “crítica”. Ya sabemos que en México la crítica se entiende como sinónimo de insulto o de maledicencia. Y la crítica, por supuesto, no es eso: Octavio Paz, Juan García Ponce y Salvador Elizondo, por ejemplo, ejercieron la crítica de manera brillante y creativa.

Harold Bloom es de esa estirpe. Contempla y escruta la obra literaria con extraordinaria lucidez y parece tomar en cuenta la máxima de Baudelaire: “Toda crítica es parcial”. Podemos estar o no en concordancia con sus opiniones, pero supongo que estamos de acuerdo en que su estilo es admirable y su cultura inmensa.

¿Importa que la cultura de un individuo sea “inmensa”? Para un escritor, sí, pero cuidado: la información y la erudición no son suficientes para la creación de una obra. Si tales dones no están al servicio de la profesión, sólo sirven para abrillantar la soberbia de sus poseedores. Y eso ya es otro asunto.

Por lo demás, la erudición y el acervo informativo no necesariamente tienen algo que ver con la sabiduría. Éste también es un tema aparte. Algunos intelectuales confunden la cultura con la sabiduría, lo que resulta verdaderamente grave. Con mucha razón Goya grabó en una de sus más famosas estampas: “El sueño de la razón produce monstruos”. Esta confusión no es más que “vanitas”, para decirlo con una sola palabra.

El estudio que Bloom dedicó a la obra de Shakespeare es apasionante precisamente porque su erudición jamás nubla su sensibilidad y su capacidad de percepción, como sucede con las apreciaciones de Auden, quien también se ocupó de manera admirable del poeta dramático inglés.

Bloom parte menos de la intelectualidad libresca que de la “humanidad” de los personajes y las circunstancias dramáticas –o humorísticas- en las que se mueven. Esta cualidad es determinante para un crítico, pero hay algo más: a pesar de la traducción –o gracias a una buena traducción- su sintaxis y su digamos estilo son de una flexibilidad y de una plasticidad extraordinarias.
Bloom alcanza así niveles que parecen más propios de la creación literaria que de la crítica “convencional”. De muy pocos críticos puede decirse lo mismo. Son escasos los autores de crítica que pueden equipararse a un poeta, a un narrador, a un dramaturgo.

No todos los críticos son Baudelaire, Valéry, Eliot, Shaw o Paz, por dar sólo cinco nombres más o menos actuales. Lo común es, más bien, lo contrario. Como diría nuestro infalible Jorge Ibargüengoitia: lo que en México entendemos por “crítica constructiva” es “destructiva”. Y viceversa
 Cito de memoria. Y la cita, parece ser, vale en el mundo entero.

Uno de los libros particularmente interesantes de Bloom –“Cómo leer y por qué”- fue publicado el año 2000. Las respuestas a estas interrogantes –cómo, por qué- no aparecen enunciadas explícitamente: imposible contestarlas; ni el eminente crítico neoyorquino podría hacerlo. Esas respuestas las encontraremos entre líneas o de manera subtextual; y podríamos hallarlas aun “a pesar de” Bloom.

El título del libro es engañoso pues no se trata de un ensayo teórico. Como escribe el propio autor: “La mejor forma de practicar la buena lectura es tomarla como una disciplina implícita; en última instancia, no hay más método que el propio, cuando uno mismo se ha moldeado a fondo
”.

Añade: “Según he llegado a entenderla, la crítica literaria no debería ser teórica, sino empírica y pragmática
”. Y como de pasada, Bloom ofrece esta sugestiva concepción de la crítica literaria. Acaso sea éste uno de los atractivos de su obra, que en ningún momento se ve esclavizada por alguna corriente teórica, por muy prestigiosa y sofisticada que se considere.

Después de leer sus sesudos aunque accesibles comentarios sobre la obra de grandes poetas, cuentistas, novelistas y dramaturgos, regresamos al Prólogo de su libro: “Importa, para que los individuos tengan la capacidad de juzgar y opinar por sí mismos, que lean por su cuenta. Lo que lean, o que lo hagan bien o mal, no puede depender totalmente de ellos, pero deben hacerlo por propio interés y en interés propio


EPÍGRAFE
Javier Treviño Castro