Guión Subsuelo: sobre la 'pulverización' del tiempo y el espacio

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Guión Subsuelo: sobre la 'pulverización' del tiempo y el espacio

Para escribir un mediocre texto sobre Montaigne tuve que consultar sus propios “Ensayos” y otras fuentes, como la consabida “Historia de la Filosofía” de Copleston, en cuyo volumen 3 sigo un tanto enfrascado: “De [Guillermo de] Ockham a Suárez” y todo ese fascinante pensamiento medieval y renacentista en el que Dios ocupa el centro de atención.

En torno mío, la vida sigue su curso, tan indiferente ante nuestras menudencias como siempre. Por curiosidad, me enfrento a un grueso manual de “Guión” cinematográfico, de Robert McKee, que me confirma el artificio del arte:
“La función de la ESTRUCTURA consiste en aportar presiones progresivamente crecientes que obligan a los personajes a enfrentarse a dilemas cada vez más difíciles, y a causa de estas presiones tienen que tomar decisiones y 11evar a cabo acciones que son cada vez más complicadas, de tal forma que se vaya revelando su verdadera naturaleza, incluso hasta el nivel del yo subconsciente.”

¿Dije “artificio del arte”? Es extraño, pues lo que un dramaturgo y un guionista hacen no es otra cosa que compactar ciertos pasajes cruciales de la vida de algunos personajes y acomodarlos de tal manera en su pieza que surtan un efecto estético: a eso se llama “técnica”. Y lo es…

Hablo de una “técnica aristotélica”, evidentemente, pues de un tiempo a esta parte, el cine de arte –que McKee admira pero soslaya por no rentable-, la ópera y el teatro contemporáneos pueden representar desde unas cartas de Kafka hasta la adaptación de un fragmento de la “Fenomenología del Espíritu” de Hegel.

El tiempo y el espacio digamos “lógicos” han sido pulverizados por algunas tendencias artísticas. McKee asevera que este tipo de experimentaciones jamás han alcanzado el éxito en Hollywood y que si se desea “triunfar” es necesario tener una “buena historia” y saber contarla.

De ninguna manera hay que despreciar esta fórmula. Después de todo, es más antigua que Aristóteles, y para la inmensa mayoría, ésa es la verdadera idea de lo que deben hacer el teatro, el cine, la ópera, las series de televisión: contar buenas historias con estratégicos “puntos de giro”, peripecias y demás hasta llegar al desenlace y su/s clímax.

Pero cada una de estas expresiones artísticas obedecen a “leyes” diferentes: el cine y la serie televisiva no pueden darse el lujo de formular parlamentos largos, a menos que sean estrictamente necesarios y emitidos en ciertos momentos cumbre. 

Por su parte, en el teatro ya no es posible que los personajes declamen grandes parrafadas, como en la tragedia griega o en el siglo 19. ¿Quién habla en esta época como los personajes de Jacinto Benavente? Mientras pensaba en esto y en asuntos menos operatorios que la técnica, recordé el “Fausto”, de Goethe, “La Celestina”, de Fernando de Rojas, y los dramas de Shakespeare.

Por un lado –reflexioné-, estas obras no podrían llevarse al espacio escénico sin una edición cuidadosa y severa. Acaso nadie estaría dispuesto a presenciar, tal como está escrita, ni siquiera la primera parte del “Fausto”. Y sin edición, quizá nadie asistiría a una representación de toda la “Tragicomedia de Calixto y Melibea” o de “Tito Andrónico”, salvo los verdaderos apasionados o los filólogos.

Pero por otro lado, y aunque los teóricos del guión y del drama lo prohíban, ¿quién que de verdad sepa leer y haya sentido la fascinación por los abismos no se turba ante el primer monólogo de Fausto? Transcribo un fragmento de una versión en prosa:

“Ay, he estudiado ya Filosofía, Jurisprudencia, Medicina y también, por desgracia, Teología, todo ello en profundidad extrema y con enconado esfuerzo. Y aquí me veo, pobre loco, sin saber más que al principio. Tengo los títulos de Licenciado y de Doctor y hará diez años que arrastro mis discípulos de arriba abajo, en dirección recta o curva, y veo que no sabemos nada. Esto consume mi corazón. Claro está que soy más sabio que todos esos necios doctores, licenciados, escribanos y frailes; no me atormentan ni los escrúpulos ni las dudas, ni temo al infierno ni al demonio. 

“Pero me he visto privado de toda alegría; no creo saber nada con sentido ni me jacto de poder enseñar algo que mejore la vida de los hombres y cambie su rumbo. Tampoco tengo bienes ni dinero, ni honor, ni distinciones ante el mundo. Ni siquiera un perro querría seguir viviendo en estas circunstancias. Por eso me he entregado a la magia: para ver si por la fuerza y la palabra del espíritu me son revelados ciertos misterios; para no tener que decir con agrio sudor lo que no sé; para conseguir reconocer lo que el mundo contiene en su interior; para contemplar toda fuerza creativa y todo germen y no volver a crear confusión con las palabras...”