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Grandes mentirosos

Estos señores que conocí en Ciudad Victoria se juntan a tomar café todas las tardes. Quiero decir que se juntan a contar mentiras. Eso mismo hacen en todo el mundo todos los señores que se juntan a tomar café. Seleccione usted cinco grupos de hombres que estén tomando café en otros tantos países del mundo, digamos España, Argentina, Egipto, Afganistán y Australia. Oiga sus conversaciones. En los cinco casos escuchará mentiras.

Las de estos señores de Victoria, sin embargo, son mentiras más grandes. Son mentiras con mayúscula. Mentiras colosales. Pondré como ejemplo ésta que contó uno de los asistentes.

-Todos los años iba yo a pescar a la presa Las Adjuntas, y siempre dormía a cielo abierto, a orillas de la presa. Había allí muchos zancudos. Pero éstos no eran zancudos razonables, como los de la ciudad. Eran bastante más grandes, del tamaño de palomas. La primera noche, entre dos de ellos me dejaron prácticamente sin sangre en las venas. Tan sin sangre me quedé, que la segunda noche tuve que hacerles un vale. En los siguientes días venía por las mañanas a Victoria a que me hicieran una transfusión, para que por la noche aquellos pobrecillos tuvieran qué comer. Cada año regresaba; ellos me reconocían, y volvía a pasar lo mismo. Ahora el Día del Padre recibo una tarjeta de aquellos dos zancudos. Me lo explico: los dos llevan mi sangre.

Este otro victorense habla de su caballo. Se llamaba “El Casado” porque era muy obediente. “Un día -narra- persiguiendo en el monte a un coyote llegamos a un precipicio. El coyote cayó al vacío, y nosotros atrás de él, pues ‘El Casado’ iba al galope, y yo con él, y ni él ni yo advertimos el abismo. Clarito alcancé a ver en la caída cuando el coyote se estrelló allá abajo y quedó despanzurrado. Y sin embargo no me preocupé: conocía bien a mi caballo. Lo dejé que siguiera cayendo, y cuando faltaba un metro para llegar al suelo le dije: ‘¡Soooh!’. Al punto se detuvo, y lo único que tuve que hacer fue saltar de la silla y luego estirarlo por la rienda hasta que tocara piso”.

Otro de los comensales contó que en cierta ocasión estaba jugando al billar cuando una mosca se posó en la bola blanca. “Les apuesto, dije a mis compañeros, a que mato esta mosca sin tocarla con el taco”. Ellos aceptaron la apuesta. No sabían que tenía yo un golpe fulminante. Hice el tiro, y la bola salió tan rápida que la mosca no tuvo tiempo de volar. Cayó sobre la mesa, se rompió la columna vertebral y ahí mismo quedó absolutamente muerta”.

Siempre ha habido en el mundo grandes mentirosos. Al escuchar a aquellos señores de Victoria recordé al famoso barón de Münchausen, cuyas fabulosas aventuras leí en la lejana edad de la inocencia, más lejana aún. El barón contaba que cierto día una nevada formidable cayó en su comarca. Perdido en aquella blanca inmensidad ató su caballo a un delgado tronco que sobresalía de la nieve, y luego se acostó a dormir. Despertó al día siguiente en medio de la plaza de una aldea, rodeado por una muchedumbre de personas que señalaban con asombro hacia arriba. De la cruz del templo parroquial colgaba un caballo que pataleaba inútilmente tratando de bajar de ahí. Lo que en medio de la nevada el barón había creído delgado tronco, era la cruz que remataba la torre de la iglesia. La explicación del sorprendente suceso era sencilla: con el sol de la mañana la nieve se había derretido, trayéndolo a él abajo y dejando a su caballo arriba.

Cuán cierta es la frase de Mark Twain: “Los que dicen que las mentiras no duran es porque no las saben contar bien”.