Goya corre el velo
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Goya corre el velo
Hasta hace pocos días se exhibieron en el Museo de Artes Gráficas de Saltillo un cierto número de los “Caprichos” del pintor español Francisco de Goya. Estas estampas pertenecen a una colección mayor y a un periodo en que el artista sufría una de sus radicales transformaciones estéticas.
La obra de Goya es extensa y diversa: ejercitó casi todas las formas de la plástica en un proceso evolutivo zigzagueante pero continuo. De él podemos admirar su genialidad en la pintura de “escenas de costumbres”, retratos, bodegones y cuadros oficiales de la corte y de la nobleza española de su época, pero también escenas tenebrosas, oscuros pasajes alegóricos, grotescas parodias y escalofriantes escenas criminales.
Goya nació en 1746 y murió en 1828: fue un hombre que vivió a caballo entre dos siglos definitivos para lo que consideramos “la modernidad” plena. Osciló, por decirlo así, entre el neoclasicismo dieciochesco, el rococó francés, el romanticismo y el realismo. Pero cuando se habla de Goya, las categorías estilísticas y las corrientes artísticas adquieren una validez enormemente relativa.
Nada tienen que ver unos extraordinarios “cartones” como “El quitasol” (1777) o “La gallina ciega” (1789) con las “pinturas negras” que el artista ejecutó en las paredes de la que llegó a ser su casa –la llamada “Quinta del Sordo”-, con los “Caprichos”, “Los desastres de la guerra” u otras obras en las que Goya expresa su desazón, su soledad, su posición política ante los convulsos acontecimientos durante aquellas décadas de la historia de España o su misantropía progresiva, debida a una enfermedad que le dejaría sordo.
Las obras emblemáticas de Goya, aunque de factura magistral, no son, precisamente, las pinturas de la corte, y mucho menos las académicas de sus principios, que no parecen, en realidad, sino espléndidos ejercicios estilísticos. La modernidad ha hecho suya su obra menos “oficial”, es decir, la que surgió de las profundidades del artista y no de los encargos de los poderosos, aunque en estos trabajos ya se advierte a un pintor bastante adelantado a su tiempo, como sucede con la extraordinaria trayectoria plástica de Velázquez, su antecesor.
Esta “otra obra” de Goya revela a un artista preocupado por su momento histórico, por España y por los destinos de lo humano lo mismo que por lo inextricable de su propio sino. La nave de los locos que es el mundo y el siempre incierto viaje personal del individuo: éstos son, en el fondo, los grandes tópicos que consigna en su “otra obra”.
Pero el artista no se queda en el plano de la alegoría metafísica sino que, valiéndose de ella, enfrenta el lastre, la lepra y el pus ideológicos en que sigue debatiéndose una España antaño despótica e imperial y cuya decadencia definitiva era ya inminente. La Ilustración, la Revolución Francesa y otros acontecimientos particularmente españoles erosionan de manera acelerada el derrumbe político y económico de la “potencia” que siglos antes conquistó México y cuya “Armada Invencible” fue derrotada poco después por Inglaterra, hacia 1588.
La ambición napoleónica y la Guerra de Independencia española serían acontecimientos que dejarían una impronta indeleble en aquel territorio. Estos hechos, y otros, constituyeron fuertes golpes no sólo para la monarquía sino para todo el pueblo español. Para Goya, en particular, artista “comprometido” después de todo, tales avatares se sumaron al declive de su salud, quebrantada por una intoxicación que acabaría arrebatándole el sentido del oído.
Su “pintura negra”, sus “Caprichos”, sus “Desastres de la Guerra” y otras muchas obras –óleos, dibujos, aguadas, grabados- se convertirán en la expresión de un hombre doblemente lacerado por las circunstancias políticas y por su propia decadencia, no artística sino corporal.
Es inevitable comparar un luminoso “cartón” como “La vendimia” con una estampa caprichosa como “Mucho hay que chupar”, por ejemplo. El primero es una suerte de “idilio”, un “poema bucólico” pintado, que como todos estos cartones, fue hecho con el propósito de consignar los usos y costumbres de la España de su época: el estilo es entre neoclásico y rococó, pues se trataba de complacer a un cierto tipo de consumidores, aunque la mano de Goya resulta por demás evidente en el tratamiento de la luz, la composición y el color.
El grabado, en cambio, a pesar de que también posee un empaque costumbrista, se nos ofrece de muy otra manera: es sarcástico y ácido, paródico y esperpéntico, adelantándose, claro, al gran Ramón del Valle-Inclán, otro artista “negro” que hará del “esperpento” todo un género dramático, y más aún: una poética y una estética. En el grabado no hay complacencia alguna: todo resulta grotesco. De hecho, el grotesco –lo grutesco- será la directriz que siga la obra oscura de Goya.
Hay que decir que los grabados del artista no son como otros: Goya adopta un método que no obedece las normas convencionales de la técnica. Él retoma dicha técnica y la recrea, transformándola. Por eso sus grabados no se parecen a los que comúnmente hemos visto. En Goya no estaremos ante una línea pura, como en la obra de Holbein o Durero, sino frente a espontáneas pinceladas de tonalidades grises y oscuras; el dibujo será rápidamente esbozado en la superficie y eso lo acercará a lo que después los críticos llamarán “impresionismo” y “expresionismo”.
Esta, entre otras, es una de las razones por las que Goya se considera un pintor muy “moderno”: varias corrientes vanguardistas lo reclaman como uno de sus antecedentes. Algo similar sucede con Velázquez: una parte de su obra parece hecha por un artista impresionista, casi dos siglos antes de que esta corriente emergiese en la Francia de Monet y Renoir.
Otro punto de encuentro entre estos dos grandes pintores españoles es lo que aquí, a boca de jarro, traigo a cuento: aquello que algunos han llamado la “España negra”. Pensemos en la zafia Celestina, en Quevedo y sus “Sueños”, en ciertos poetas y artistas barrocos –“Finis Gloriae Mundi”: Valdés Leal- , en la Inquisición, en esa Edad Media, en el amurallamiento del país de San Juan de la Cruz, de Cervantes, de Góngora y de tantos otros; pensemos en la Generación del 98 –la agonía unamuniana- y en la del 27, en el asesinato de García Lorca y en esa larga estela de oscuridad que cubre buena parte de la historia española…
Recordemos a los personajes deformes de Velázquez, los enanos, los tenebrosos acertijos visuales; veamos de cerca los cuerpos mutilados, los monstruos, las sangrientas o amargamente paródicas alegorías del Goya caprichoso y negro, el de la Quinta del Sordo… Recordemos esa macabra caricatura que de España hace Valle-Inclán en “Luces de Bohemia” y en otras tantas obras; a Antonio Buero Vallejo, el autor del tenebrista “Concierto de San Ovidio” y de otra obra dramática cuyo tema es, precisamente, Goya: “El sueño de la razón”.
La pintura y la gráfica oscuras de Francisco de Goya son el retrato, “el negativo”, por así decirlo, de una España tan compleja como puede serlo cualquier civilización en la historia del mundo: lo monstruoso, lo grotesco, lo deforme se parecen mucho al Mr. Hyde que todo ser humano y toda sociedad ocultan en sus mazmorras. Mundo y humanidad: un inmenso escorial que no se atreve a verse en el espejo hasta que un artista, un poeta de gran tamaño como Goya, nos obliga.