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A golpes de tecla y tambor
Por: Ameed Clark López
No llegamos a este punto sin ninguna razón. Lo que provocó esta incómoda experiencia fue que ocupábamos las instalaciones a la misma hora y esto tuvo como resultado varios disgustos. Por ejemplo, cada oración de nuestro profesor era interrumpida por un golpe de tambor o unas chirriantes cornetas. Esta situación se había repetido una infinidad de veces; tras una votación unánime, logramos un acuerdo final: declararles la guerra.
Ya estaba claro, no podíamos coexistir. Lo habíamos intentado todo, desde movernos de salón hasta cambiar el horario del taller; pero ellos siempre encontraban la manera de molestarnos con su ruido.
Se llegó el famoso Día D y comenzamos con los preparativos. Los miembros de nuestro bando tomaban sus libros favoritos en la mano izquierda y el bloc de notas en la derecha, como armas de combate. Nuestros lápices colgaban encima de las orejas. Otros decidieron que no hubiera prisioneros y tomaron enciclopedias o gruesos diccionarios. Sin embargo, yo traté de divertirme un poco con la situación, así que escogí una Biblia como mi arma de preferencia. Nada se me hacía más entretenido que golpear personas con “la palabra del señor”.
Tomamos nuestro lugar en el patio principal de la escuela, hicimos un círculo y recitamos un poema épico para inspirarnos, mientras iba llegando nuestro contrincante, la banda de guerra. El momento para romper lanzas estaba delante. A la distancia se veían dos filas de personas en perfecta sincronía que se iban acercando mientras acompañaban su arribo con la melodía de trompetas y tambores. Era una buena entrada, que más se podía esperar. El origen del club rival era la mismísima guerra; pero en su nombre llevaban la penitencia. No se la iban a acabar; haríamos valer su título.
Sonaban nuestras palabras con la voz de héroes pasados; pero apenas se oían, tragadas por el escándalo de los golpes con baqueta y las mejillas hinchadas. Nadie movía ni un músculo. Frente a frente, sólo intercambiábamos miradas hasta que uno de mis amigos arrancó una hoja de su diccionario, la hizo bolita y la arrojó a los pies del instructor de banda. Éste la recogió y el único trazo era “Derrota”, seguida por su descripción. Enfurecido, el sargento veterano frunció el ceño; colocó su trompeta en la boca y dio la orden de iniciar aquella legendaria Batalla de los Clubes.
Ambos grupos comenzaron a correr, cual ejércitos de griegos y troyanos, hasta chocar a la mitad del patio cívico. Sostuve la Biblia con ambas manos mientras gritaba “amén” (tal vez esa expresión diera vigor a mis intenciones y lo hizo); golpeé a dos personas en la cara, noqueándolas al instante. Pero no había pasado ni un minuto y ya me encontraba tendido sobre el suelo por culpa de una baqueta lanzada a traición. Me pillaban los oídos, como si una bala de cañón hubiera detonado cerca de mí. Inmóvil y aturdido todavía, decidí observar los pleitos que me rodeaban, en medio de una niebla de polvo. Apenas distinguí las denuncias de mis amigos y sus gritos de guerra: “se dice haya, no haiga”; “arriba el silencio, abajo la tiranía del ruido”; “los nombres de los meses no llevan mayúsculas” y, por último, “viva la paz del lector”. Luego, aunque no tenía nada que ver con ellos, oí nuestra demanda más reciente: “la biblioteca no es bodega”.
Menos desorientado, me alcé del piso y vi a los lados. A mi izquierda, se encontraban dos de mis compañeros. Uno sostenía los brazos del trompetista, mientras el otro jalaba con un pliego de papel la garganta del enemigo. A mi derecha, se encontraban los profesores. El instructor de banda hacía sonar su corneta con gran fuerza sobre la cara de nuestro asesor, mientras este otro señalaba las faltas de ortografía en el currículo del viejo sargento.
Minutos después, el silencio reinaba en el patio cívico. En el desenlace de la pelea, se confundían unos guerreros con otros. Todos lucían derrotados y víctimas del cansancio. Unos tenían libros en la cara, como si hubieran hecho un maratón de lectura, y otros, tambores encima, como si acabaran de tocar el 15 de septiembre. De hecho, nada más se oía el lloriqueo del instructor de banda, que sostenía su currículo marcado con rayones de color rojo. En el otro extremo del lugar, se apreciaba a nuestro profesor, tambaleándose por toda la escuela con las manos sobre los oídos.
Parecía que todo había terminado. Hasta que un balón hizo un bote frente a mí. A esta hora entrenaba el equipo de voleibol.
*Ameed Clark López PERIODISTA
(Torreón, 2000). Estudiante del CBTa No. 22 y amante de los videojuegos, desde primaria creó historias en su cabeza, pero nunca pudo compartir con nadie sus ideas hasta que entró a la preparatoria. Después de conocer el taller de narrativa del plantel, donde encontró personas con historias de mundos increíbles, la idea de ser su compañero le fascinó… Como universitario, publicó el relato “Nada como el olor a lluvia ácida sobre tierra inhabitable”, producto también del mismo club, en el libro Letras universitarias (UAdeC, 2019).