Genio y figura…
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Genio y figura…
A mis amigas queridas
Éramos cursis, no cabe duda. Nuestra adolescencia transcurrió en la tranquilidad de un pueblo que apenas rebasaba los 100 mil habitantes. Hoy la vemos radicalmente distinta a la que vivieron nuestros hijos y a las que viven nuestros nietos. ¡Qué tiempos, señor don Simón! Vivíamos en un mundo limitado, pero más sencillo, aunque no siempre transparente. Los íntimos secretos de la vida nos fueron velados cuidadosamente. No teníamos edad para conocerlos, decían los mayores. Posteriormente, la vida misma se encargó de develarlos.
Saltillo era un mundo pequeño, en el que el más pobre de sus habitantes conocía al más rico, y todos se conocían hasta por sus nombres: “Don Fulanito”, “Don Menganito”. En las calles se confundían los pobres, los ricos, los locos y los presos. Algunos locos hacían de plazas y rincones sus hogares durante la noche, y todos deambulaban durante el día por calles y callejones. Los delincuentes menores pagaban su condena empuñando la escoba, el pico y la pala con los que barrían las calles y reparaban baches. Todos conocían las vidas de todos.
Claro es, lo que podía saberse. “Caras vemos, corazones no sabemos”. De lo demás, también se encargó la vida.
Los tiempos pasados siempre dejan recuerdos que despiertan al mínimo llamado, cuando alguien los trae a la memoria. Mi querida prima y compañera de colegio, Chiquis Aguirre, sacó de sus tesoros un viejo álbum de autógrafos. Se habían puesto de moda cuando entrábamos apenas a la adolescencia. Cada quien tenía el suyo, y pedía a las amigas que escribieran algo en él. Las risas no se dejaron esperar al leer lo que escribimos en aquella libreta: fuimos colegialas cursis. ¿O será que nuestros ojos de hoy así lo ven? Júzguelo cada quien con esta selección de “autógrafos”:
“Sigue tu afán del estudio, conquistando un gran renombre,/ que las ciencias del saber, elevan a la mujer/ hasta el respeto del hombre”;
“En el cielo hay un arco, que se llama arcoíris./ Y en la tierra hay una flor, que se llama nomeolvides”; “Del cielo cayó un pañuelo bordado de mil colores,/ y en cada esquina decía: (xxx) de mis amores”; “Cinco sentidos tenemos, cinco sentidos usamos./ Y cinco sentidos perdemos cuando nos enamoramos”; “El amor del estudiante es como un palo blanco,/ ni crece ni reverdece, nada más ocupa campo./ El amor del estudiante es como la flor del guaje,/ nada más llega el mes de junio,/ y adiós, ¡hasta el otro viaje!”; “¿Qué te pongo, qué te pondré,/ sólo tres palabras: ¡Nunca te olvidaré!”; “Dos flores en el agua no se pueden marchitar,/ dos amigas que se quieren no se pueden olvidar”; “Por la luna doy un peso, por el sol doy un tostón,/ y por ti, doy todo mi corazón”.
Ése era el tenor de la mayoría de los autógrafos. En algunos pocos asoma un dejo de humor o de picardía: “Cuando estés en la cocina matando cucarachos,/ acuérdate de tu amiga, que le gustan los muchachos”; “Con que te vas y me dejas, con que te olvidas de mí. ¡Déjame tu chancla vieja, para acordarme de ti!”; “Del cielo cayó un pañuelo con 25 corazones, y en medio caíste tú, colgada de los calzones”.
¡Cómo han pasado los años!, dice la canción. A la vuelta del tiempo, aquel viejo álbum de autógrafos nos permitió darnos cuenta que desde niñas, en cada una de nosotras ya pintaba la mujer que hoy es cada quien. Y cotidianamente lo confirmamos en los mensajes, fotos y videos que compartimos por Whatsapp o por Facebook, incluso con alguna amiga al otro lado del mundo. Bendita tecnología, hoy nos permite intercambiar recaditos y autógrafos, como cuando éramos adolescentes colegialas, y confirmar el proverbio: genio y figura… hasta la sepultura.