Genealogía de la escritura musical

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Genealogía de la escritura musical

Especial

En el principio fue el neuma. Los monjes medievales colocaban líneas, puntos, ganchos y garabatos sobre los textos para recordar inflexiones de melodías ya conocidas. Esta práctica comenzó en el siglo VIII y continuó desarrollándose hasta el IX. Hoy la conocemos como notación neumática adiastemática, la cual nada concreto puede revelarnos a la gente del tercer milenio, acaso sugerirnos la dirección de ciertos movimientos de una melodía olvidada.

Al acercarse el año mil se comenzaron a utilizar líneas de referencia para darle algo de precisión a las variaciones de altura de los gestos neumáticos; así se originó la notación diastemática.

En los albores del segundo milenio, Guido d’Arezzo concibió el tetragrama, conjunto de cuatro paralelas en el que cada línea y cada espacio alojan una nota específica. También ideó un método de solmización y una nomenclatura de los sonidos según su altura que, aún en nuestros días, resuena en breves pero trascendentales palabras: ut (do), re mi, fa, sol, la, si. Se trata de las sílabas iniciales de los versos de un antiguo himno a San Juan. En este proceso, los signos neumáticos se robustecieron y se volvieron angulosos. Así se concretó lo que hoy llamamos notación cuadrada.

El problema de las alturas ya estaba resuelto, sin embargo, la parte rítmica de la música carecía significación escrita. Pero no era necesaria, pues la notación cuadrada satisfacía las necesidades del canto cristiano y la escritura musical aún no salía de los monasterios. Sin embargo, en el siglo XIII arreciaron los vientos de la polifonía, y para tejer melodías simultáneas sí era indispensable precisar la rítmica. Ello requería nuevos métodos de escritura. Se ensayó la notación modal, la cual conservaba los signos de la escritura cuadrada, agrupándolos de distinto modo según la idea rítmica pretendida. Luego, Franco de Colonia dio un paso más en esta precisión a través de su Ars cantus mensurabilis.

En 1322, Philippe de Vitry escribió el tratado Ars Nova, en el cual plantea una escritura basada en subdivisiones de un pulso establecido. La partición del tiempo en prolaciones ternarias y binarias dio mayor especificidad a la expresión escrita del ritmo musical.

Las creaciones polifónicas eran cada vez más arriesgadas. En 1324, el papa Juan XXII condenó la utilización, en la liturgia y el oficio, de “notas pequeñas”, es decir, de pasajes floridos y virtuosos. Sin embargo, además de que los compositores no hicieron mucho caso, la notación musical y la polifonía ya habían desbordado las catedrales y andaban por las calles de lo profano: en esta libertad recién estrenada, la escritura era osada y las notas pequeñas reinaban.

Alrededor de 1450, el pergamino fue sustituido por el papel, pero este último era traspasado por la tinta, por lo cual se decidió dibujar solo el contorno de algunos signos. En 1501, las condiciones técnicas de la primera imprenta musical dificultaban plasmar ligaduras, circunstancia que acentuó la verticalidad de la escritura. En 1577 se imprimieron cuatro madrigales de Cipriano de Rore en una configuración que permitía leer cada una de las voces del tejido polifónico en concordancia vertical. Las indicaciones dinámicas y de tiempo ya habían comenzado en el mismo siglo. Luego, en el barroco se diseñaron abundantes caracteres técnicos y de articulación.

Muchos años después, el estilo beethoveniano de principios del siglo XIX supuso el culmen de la maduración de la escritura musical moderna. Pocas cosas han cambiado desde entonces hasta ahora en la notación convencional de la música.