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Gaudeamus igitur

Yo, lo he dicho muchas veces, soy un irredento comilón. No me dejará mentir la rotunda panza de canónigo que luzco con orgullo, esa ventripotente curva que ninguna prenda, ni aun la más holgada guayabera, alcanza ya a disimular. Con la edad te acartonas o te ajamonas. Me alegra estar en el segundo caso.

En su infinita sabiduría Diosito me concedió un estómago bien cumplidor. “Tiene panza de músico”, se decía antes de quien era capaz de beber todo bebistrajo y devorar todo comistrajo, y a cualquier hora del día o de la noche. Yo -quitando lo de la música- pertenezco a esa venturosa cofradía. “El estómago -decía Cervantes- es la oficina donde se fragua la salud del cuerpo”. Mi oficina funciona retebien, gracias a Dios.

Quienes me invitan a dar conferencias saben que tengo ese pecado, el de la gula (es mi segundo pecado favorito), y cuando viajo me ofrecen manjares ricos y variados. En Nogales comí hace días el pozole de milpa, una olla inverosímil en la que cabe todo lo que en una olla puede caber: carne de pollo, de puerco y res; arroz, garbanzos, habas, ejotes, maíz tierno, papas y zanahorias, nopalitos; en suma, toda la verdulería nacional.

A veces me preguntan:

-Y díganos, licenciado: ¿cuáles son los platillos típicos de Coahuila?

Les respondo:

-Tenemos tres: carne asada término medio, tres cuartos y bien cocida.
Lo que digo no es cierto, desde luego. Al decirlo incurro en vasconcelismo, pues ya se sabe que Vasconcelos hablaba de un norte salvaje en el que sólo se comía carne asada. Yo tengo para mí que Vasconcelos, a pesar de haber vivido en Piedras Negras, jamás comió cabrito.

De otra manera no se explica una curiosa afirmación que hace en uno de sus libros de memorias, “La Tormenta”:

“...De (Saltillo) regresamos otra vez a Monterrey para compartir la gira de Villarreal (el general Antonio I. Villarreal) por algunas aldeas de Nuevo León; entre otras su tierra, Lampazos... Lampazos es célebre por el cabrito asado, versión norteña del cordero de Castilla...”.

Ningún parecido hay entre el cabrito norteño y el cordero castellano. De memoria escribía a veces Vasconcelos sus memorias.

Uno de los personajes de la cultura mexicana por quien mayor estimación he sentido es don José Alvarado. Insigne figura de las letras él, chambón aprendiz de periodista yo, escribí artículos en su defensa cuando la ultraderecha regiomontana lo embistió villanamente y terminó por echar abajo su noble rectorado en la Universidad Autónoma de Nuevo León. Él correspondió con generosidad: cuando le dije que tenía un libro en preparación me ofreció hacer el prólogo. Lo escribió con exceso de bondad. Así, con excesiva bondad, me trató siempre.

Pues bien: por mi maestro de Teoría de la Historia, doctor Manuel Ceballos, supe que Pepe Alvarado polemizó con Vasconcelos a propósito de la cocina norteña. El gran nuevoleonés rebatió la manida afirmación vasconceliana según la cual la civilización termina donde comienza la carne asada, y dijo que la fritada de cabrito “es uno de los guisos más cultos de la historia”. Y eso que Alvarado conocía sólo la fritada nuevoleonesa, que si hubiese probado la de Saltillo -sobre todo la que hace mi mujer- algo de más elogio habría escrito.

Quizá por las rectificaciones de don Pepe atemperó Vasconcelos su actitud. Llegó a confesar que le gustaban mucho las tortillas de harina.

A mí también me gustan. Más, desde luego, que “La raza cósmica”.