Funerales llenos de vida

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Funerales llenos de vida

Asistir a funerales me ha dado la oportunidad de reencontrarme con primos, tíos y toda clase de personas que había olvidado.

La semana pasada, mi madre me llamó por teléfono para informarme del fallecimiento de una tía. En tres minutos repasó para mí nuestro árbol genealógico. Después de la oficina, pasé por la casa para vestirme sobriamente y me fui a la capilla. Al llegar entré a la primera capilla ardiente y traté de reconocer a algún familiar. Al fondo, cerca del ataúd, vi a mi madre que estaba saludando a un grupo de señoras muy compungidas. “Este es el velorio de la tía”, pensé.

Puse cara de tristeza y desde la entrada fui saludando de mano, muy afligido, a todos los presentes y manifestándoles mis respetos.

Todos ellos me resultaron totalmente desconocidos. Cuando al fin llegué hasta el grupo de señoras que estaban rezando, saludé a mi madre, puse una mano en el féretro y les dije que las acompañaba en sus
sentimientos.

Observé al interior del ataúd: vi a un señor con barba y me espanté.

Mi madre me dijo: “no seas menso, allá en la capilla de al lado es donde están velando a la tía. Lo que pasa es que aquí me encontré a las señoras del grupo de los miércoles. El difunto es hermano de doña Carlotita, salúdala”, me ordenó.
Me tomó del brazo y salimos. Las señoras quedaron de volver a reunirse en el transcurso de la noche, para seguir “cafeteándose” al muerto, como luego se dice. Me despedí de todos los presentes, con un dejo de tristeza en el rostro. Todos estaban muy serios.

Cuando llegamos a la capilla donde estaban velando a la tía, empecé a reconocer ahora sí algunos rostros. En comparación con otros funerales, en el de la tía estaban todos muy contentos, platicando y recordando anécdotas.
Al fondo reposaba el féretro con el cuerpo. Nadie lloraba, sino que contentos de reencontrarse, estrechaban sus manos y se daban estrepitosas palmadas en la espalda.

Allí estaba el más viejo de la familia, un tío abuelo de más de 90 años.

Nos tenía a todos muertos de risa con sus historias. Luego una prima, de esas que nunca faltan, soltó un grito desgarrador y nos dijo: “sálganse a platicar afuera. Déjenme disfrutar llorando la muerte de mi tía”.

Regresamos después de un buen rato, pues otros parientes habían llegado con unos tacos de barbacoa y una olla de menudo. A esa hora de la madrugada, se le había pasado el éxtasis a la prima y había dejado de llorar.

Otro tío, de los más viejos de la familia, tiene más de noventa años y todavía maneja su camioneta. Hedonista, vive con una mujer de cincuenta. En el velorio le salió una pretendiente. Una viuda de unos cuarenta años se le fue acercando y ya cuando lo tuvo cerca empezó a platicar con él. Cuando el tío se despidió, la mujer lo invitó a quedarse toda la noche, mientras que

le sobaba el brazo y lo sujetaba de una de sus manos. “Quédese. Para qué se va, ya es muy noche, yo también me voy a quedar”, le dijo.

Los demás nos miramos y los dejamos solos. Lo que me hizo recordar un poema de Jaime
Sabines: “Pensándolo bien, la juventud nos llega por contagio”.

Un pariente más, acaba de cumplir cincuenta y vive con una muchacha de veinte. Ahora recordé a Joan Manuel Serrat: ¡qué suerte tienen estos cochinos!

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