Fuego y agua

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Fuego y agua

No sabía qué hacer con su cuerpo. Ardía a las cuatro de la tarde, a las cinco de la madrugada. A distintas horas y sin aviso. Incluso para escribir, ella tenía que quitarse las llamas del rostro para poder avanzar en el texto. Deslizaba las letras con el cuidado suficiente para apagar, con un vaso de agua, las llamas que le brotaban entre los dedos para que no arruinar el papel.

En varias ocasiones tuvo que suspender la escritura; perdió versiones de un mismo tema al caer presa del incendio provocado por sus propias manos.

Y cuando no ocurrían incendios, escurría en sudor. Así que de igual modo, la tinta desdibujada por el agua salada, echaba a perder la caligrafía.

Los médicos le habían dicho que en el centro de su vientre se gestaba esa temperatura tan alta, provocada no por el paso del tiempo ni por su amor por el fuego o el agua, sino, por seres diminutos que trabajaban diligentemente para llevarse rocas cárdenas que decoraban el órgano donde la creatividad y el amor al mundo se gestaba. ¿Quién les llevó hasta allí?

Si no ha sido por su insistencia de usar un cristal para ver lo que ocurría en su interior, desconocería a una caterva de entidades que crecían dentro, las  que tomaban gotas de fósforo, y tallándolas entre sí, desataban tales eventos. Así, comenzó una batalla contra ellas, consistente en la ingestión de numerosas cucharadas de herrumbre azul.

Solo de esta forma ha logrado volver a escribir sin que las llamas o el agua salada arruinen sus escritos. No ha terminado la dosis necesaria de herrumbre y sabe que las entidades siguen incubadas, pero le ha sido posible volver a visitar las rosas del jardín sin que las llamas calcinen los pétalos, o la sal del agua de su cuerpo, las queme de otra forma. Así, ha vuelto a contemplarlas y a saludar su perfume.

claudiadesierto@gmail.com