Fue él

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Fue él

Ilustración: Vanguardia/Salma Hernández

Por: VICK MEDINA

Lo juro, fue él. Ese ser mezquino y miserable maquinó la idea. Soy un hombre cobarde, jamás  hubiera tramado algo así.

Recuerdo que la resaca de la ausencia de Luisa aún golpeaba mi espíritu. La tristeza ya no prevalecía, el rencor sí. Mi imperturbable desempleo limitó mis actividades. En términos pragmáticos sólo a una: vagar por la cuidad en busca de un sitio para embriagarme. El dinero no era problema, mi cuenta bancaria recientemente crecida por la venta de una propiedad, solventaba mi dieta basada en gorditas, pollo frito y cerveza.

Me pregunto si él siempre vivió dentro de mí. Quizá estuvo ahí desde mi nacimiento y se encontraba aguardando, expectante. Pero me desvío de la historia, de la verdadera historia.

Entré al bar. Me senté en lo que llamo mi barricada, es decir, una mesa en el rincón más apartado. Pedí una cerveza. Luego la vi, la reconocí de inmediato, no era particularmente hermosa, pero destilaba un aura estrujante, como de seducción. Sus energías se concentraban en fotografiar algún punto del bar, una y otra vez. 

Me gustaría hablar con ella, me dije, pero era cobarde y mejor pedí otra cerveza, la tomé por completo de un trago. El mesero me trajo otra más. En el bar todo seguía igual. La gente deambulaba sin un sentido notorio, como si alguien ajeno a ellos manipulara sus acciones. Risas, charlas banas. También permanecía intacto el olor a alcohol mezclado con orines. Estoy seguro, él aprovechó ese momento para introducirse en mí, o tal vez sólo despertó. Me sentí temerario, mezquino, poderoso.

Háblale, llévala a tu cama y luego deshazte de ella, me dijo él. Había escuchado todas las historias que se decían en torno a Luisa. Ya no importaban. Abandoné mi barricada. La melancólica música de fondo guiaba mis pasos, cada movimiento parecía  premeditado. Me senté frente a ella y le dije:
–¿Qué es lo que te gusta de la fotografía?
Luisa me miró sorprendida, abrió los ojos con tanto azoro que por un momento creí ver las entrañas de su alma.

–La foto revela verdades. Por eso me gustan las fotos espontáneas, sin poses. Ahora intento atrapar la atmosfera del bar. Nunca puedo. 
Escruté a Luisa. Un vestido negro, zapatos de piso y un Rolex complementaban su atuendo.
–¿Sabes quién era bueno con las atmósferas? Poe, él era el mejor.
–Ah, sí, Edgar Allan. De mis fav. Aunque prefiero a Monet. Amo la pintura.
–De la fotografía pasamos a la literatura y después a la pintura –escarbé en mis conocimientos de exdocente de historia del arte–. Monet es bueno. Prefiero a Van Gogh. Es el Poe de la pintura.

Mentía. Gracias a mi exmujer todos los pintores me enervaban.

–¿Por qué siempre vienes aquí? Y siempre solo.
Luisa me había visto algunas veces en el bar, eso me pasmó. Me tranquilizó el recordar su afición por la fotografía. Debía ser buena observadora.
–Siempre vengo a esperar. Esperar a que den las dos de la madrugada o a que suceda algo. Nunca pasa nada. Eso sí, siempre dan las dos.
–¿Y qué quieres que pase? –me dijo y luego me observó con una mirada analítica, como de psiquiatra en consulta.

–No sé, no sé… Algo diferente, quiero que pase algo diferente.

No, no la llevé a mi casa. Ya lo expliqué antes. Él era metódico, un arquitecto de situaciones. Luisa se fue después de una hora de charla. Me dijo su nombre y se esfumó. No le pedí el número de celular, la dirección. Nada. En el fondo tenía la certeza de volver a verla. Aún le faltaba una fotografía. Otra certeza: necesitaba a Luisa.
La resaca se fue pero él siguió conmigo. No me abandonó. Tomó posesión de mi cuerpo. Mientras más transcurría el tiempo, él era más fuerte, ahora dictaba todos mis actos.

Desaparecí del bar algunos días para poder aclimatar la casa. El desorden y el caos gobernaban. Limpié de manera profusa. Encontré los cuadros que pintó mi exmujer y los coloqué en la sala; inventarle una interpretación a cada uno fue sencillo. Conseguí una botella de whisky.
Regresé a mi barricada. Le pregunté al barman por Luisa. De nuevo me narró las historias que giraban en torno a ella. La necesitaba, y tenerla apagaría mi demencia.  Al fin ocurría algo. 
Esa semana Luisa no apareció pero si a la siguiente. Cuando la vi, no vacilé. Me moví malicioso.

–¿Quién es el mejor, Monet, Van Gogh o Da Vinci? –pregunté, mientras mi atención se centraba en las alhajas de Luisa. Cuatro anillos, dos pulseras, un Rolex distinto al de la primera vez; todo de oro.

–Ninguno. El mejor es Goya –sonrió de forma pícara.
–En la casa tengo varias pinturas de mi exmujer. Me refiero a que ella las pintó. ¿Quieres verlas?, su maestro decía que tenía talento –imaginé a mi exesposa fornicando con su profesor de pintura, por él me había abandonado.
Luisa no dijo nada por un buen rato. Daba la impresión de cavilar mi última frase.
–Sí, vamos –y volvió a sonreír.

Diez minutos nos bastaron para llegar a la casa. Luisa se sentó en el sillón. Preparé los vasos de whisky. 

Él me poseyó con mayor brío, se alimentaba con cada uno de mis movimientos, incluso sentía su goce, su perversidad.

Mientras observábamos los cuadros logré descubrir las ganas de Luisa, descifré en su rostro un dejo de excitación. Quizá la incitaba el regocijo de infringir lo prohibido. La llevé al cuarto, nos besamos.

Describir la manera en que fornicamos, el rostro de Luisa al arribar al éxtasis, en cómo su cabello negro caía sobre su espalda desnuda y desembocaba en sus nalgas asemejando una catarata oscura, sería desviarme de la historia, de la verdadera historia:
–No tienes miedo –me dijo al oído, cuando nos encontrábamos en el engarce amoroso después del sexo.

–Alguien que no tiene nada no puede tener miedo.
–Me tienes a mí –contestó viéndome a los ojos.
Quise decirle que no era cierto. Sabía de lo efímera de su presencia, yo mismo me desharía de ella.

Pero no fue esa noche. Luisa era la llave para trastocar mi demencia. La necesitaba. Después de todo un encuentro resultaba fortuito, casi invisible. Siempre bajo la manipulación de él, para buscar a Luisa, regresaba al bar. Ya me había acostumbrado a la otra presencia dentro de mí, éramos cómplices. Como dije, repetí la formula varias veces, acudía al bar y buscaba a Luisa; luego en algún lugar de la ciudad fornicábamos con desenfreno.

Descubrí los fajos de dinero en aquella casa desvencijada, donde habíamos hecho el amor algunas veces; a Luisa le gustaba nombrar ese lugar como La Guarida. Unos minutos después del sexo, fui al baño. Encendí la luz. Mi mirada se enfocó en el piso de la regadera. El suelo en esa parte se encontraba tapado por una especie de hule negro, similar al de las bolsas para basura.

 Después de orinar, quité el hule. Observé los fajos de billetes. Nunca había visto tanto dinero reunido. Salí del baño; Luisa se hallaba tendida en la cama. La vi con detenimiento, en ese camastro se encontraba mi obra maestra. Sonreí.
 Me marché de la casa con sigilo. Jamás volví a ver a Luisa, sencillamente la olvidé.

Por la ventana observo la Lobo estacionarse frente a la casa. Se bajan cuatro hombres. Todos portan en sus manos AK-47. Compruebo que eran verdad las historias en torno a Luisa. Derriban la puerta de un disparo. Mi salida de este averno se encuentra en las armas de esos hombres… Fue él. Ese ser mezquino y miserable maquinó la idea.

 

*Vick Medina
ESCRITOR Y DOCENTE

(Torreón, Coah., 1993). Estudió la licenciatura en Comunicación (UANE). Ha publicado artículos y reseñas literarias en el periódico Entretodos y cuentos en diversas revistas. Ganó el segundo premio del concurso 49 de la revista Punto de Partida, de la UNAM. Actualmente es catedrático universitario.