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Frente a la pandemia del coronavirus, AMLO nos ha dejado a la deriva
La escena no puede sino calificarse de surrealista: un escenario y un ritual concebidos para eventos en los cuales se convoca un público específico -porque eso tiene un simbolismo importante-, recibía a un solitario individuo quien se disponía a dirigirse, durante una hora, a una audiencia inexistente.
Esa primera escena debió bastar para adivinar que Andrés Manuel López Obrador cumpliría su palabra, empeñada de forma reiterada en sus conferencias “mañaneras” y en sus discursos ante “su público”, de no moverse un ápice de su “estilo personal de gobernar”, un estilo basado en ideas fijas.
Por ello, quizá, la frase que más debe tenerse en cuenta de su discurso de ayer domingo, es esa en la que dijo que “a nadie engañamos y hay constancia de ello: lo que estamos haciendo es lo que hemos propuesto en forma pública y abierta desde hace años en la lucha diaria y en campañas políticas. Es, también, por lo que votaron millones de mexicanos”.
Tiene razón el Presidente: a nadie ha engañado, porque ha sido claro en su mensaje -y lo ha dicho muchas veces- de que no lo harán cambiar, que es un hombre “terco”, que no se moverá de su posición y que seguirá haciendo las cosas de la misma forma, sin importar las críticas o los señalamientos.
Nadie puede quejarse pues, de que López Obrador haya prometido algo distinto a lo que hizo este domingo cuando, desde el desierto patio de honor de Palacio Nacional, leyó lo que podría ser la versión estenográfica de cualquiera de las conferencias de prensa que ofrece a unos metros de donde habló ayer.
Pero el problema no es ese. El problema no es que el Presidente haya sido ayer, por enésima ocasión, fiel a sí mismo y demostrado nuevamente que es un individuo congruente, entendida la congruencia como la concordancia entre lo que se dice y lo que se hace, con independencia de que eso sea correcto, valioso o digno de reconocimiento.
El problema es que había una enorme expectativa de que, finalmente, López Obrador reconociera que, al menos en este momento, se requiere una fórmula diferente para impedir que los estragos económicos que dejará la crisis sanitaria que padecemos sean peores.
El problema es que muchos creyeron -creímos- que el Presidente sería capaz de incorporar a su ideario político y económico por lo menos algunos matices que ofrecieran esperanza a quienes corren el riesgo de quedarse sin empleo, sin patrimonio, sin medios de subsistencia.
El problema es que, al no mostrar el más mínimo gesto de empatía con quienes generan la mayor parte de la riqueza del país, el mandatario envió el peor de los mensajes posibles en el peor momento posible: lo único que le importa es proteger su base electoral y todo lo demás puede incendiarse sin que él se inmute siquiera.
Y esas ideas, ha quedado absolutamente claro ya, las defenderá sin tregua hasta el final. De ser necesario, parece claro también, lo hará solo: tal como estuvo ayer en un templete innecesario, absurdo, surrealista.
Con ello el país ha quedado, acaso, irreparablemente dividido. Y la porción que el Presidente desprecia se encuentra a la deriva.