Francisco Villalobos Padilla, existencia y vocación a plenitud

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Francisco Villalobos Padilla, existencia y vocación a plenitud

Llegó este año a los 100 con la bondad y sonrisa que lo han caracterizado siempre. Con la serenidad que mostró a lo largo de su vida. Con el sentido del humor y la vitalidad de una existencia fortalecida cada día en los uno y mil avatares que ella conlleva.

Los primeros encuentros de quien esto escribe con el señor obispo emérito, Francisco Villalobos Padilla, ocurrieron durante la infancia, en las pláticas familiares, al ser mi inolvidable tío Carlos Dávila Fuentes, hermano de mi madre, párroco de la iglesia de San José y vicario de la diócesis de Saltillo.

Descrito como un ser humano dotado de una manera fresca de ver el mundo, siempre sonriendo, esa era la imagen que me forjaba de don Francisco, que se afirmaba cuando nos lo topábamos en sus legendarias caminatas diarias. Recuerdo haber pensado, quizá lo escuché, que aun en el más inclemente día de invierno o hubiese permanente y cargada lluvia de verano, quien estaría caminando sobre la calle de Ramos Arizpe, lugar donde estuvo su casa, sería sin duda alguna el obispo.

Quizá eso fue lo primero de llamar la atención de una niña que volviendo del colegio o haciendo actividades por las tardes en el centro de la ciudad vislumbraba la figura erguida del obispo caminando la ciudad tranquilamente y sin ninguna clase de afectación.

El mismo al que veríamos celebrar los domingos la misa en Catedral, envuelta esta ceremonia en un ritual cargado de simbolismos y entonces también de una parafernalia de imagen, color, aromas y sonidos: entre los guiños de oro de la iluminación y el humo de incienso, aquello todo era, es, propicio para un ambiente de elevación.

Al salir de ella a su vida cotidiana, el hoy obispo emérito se convertía de nuevo en un ser humano de a pie. En ambas, sostenía la misma mirada plácida, la misma sonrisa y esa serenidad del buen hombre de Dios que representa y es.

Hace un poco más de 10 años, en una celebración religiosa en la que por alguna razón estaba quien estas líneas escribe en la primera banca de una iglesia, una persona se me acercó para pedirme lugar a un lado mío. Llegaba detrás suyo el propio obispo, quien no oficiando él la misa, la presenciaría sentado.

Llegó sonriendo y ofreciendo disculpas con la mirada por haber propiciado el movimiento de las varias personas que ocupaban la banca. Mientras comenzaba la ceremonia, y sigo sintiendo la misma emoción que me embargó en el momento, comenzó a jugar con un pequeño que sostenía aferrado un muñeco de peluche. Uno que lo retenía: el niño; y el obispo, que intentaba quitárselo. Ni idea tenía por supuesto el pequeño quién jugaba con él, y más se aferraba al peluche, lanzando miradas a la madre, en su afán de resguardar a su acompañante de color azul claro. Momento gracioso, simpático, que sólo concluyó cuando el de la celebración dio comienzo, pero reanudado al despedirse, una vez terminada la misa. Nunca mejor ejemplificado para mí el pasaje de la Biblia en que Jesús habla a sus discípulos de “Dejad que los niños se acerquen a mí”.

Una fortuna para la diócesis de Saltillo el haber contado con un sacerdote como el obispo emérito Francisco Villalobos, que ha alcanzado una edad de vida a plenitud y cargadas sus alforjas de bondad y un servicio y vocación únicas.