Fragmento de novela (2)
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Fragmento de novela (2)
Por: ALFREDO GARCÍA VALDEZ*
Este relato es una muestra del trabajo creativo del equipo de Redacción y colaboradores de esta casa editorial. Encuentra un nuevo texto cada semana.
M. es el personaje de los actos inútiles. Su vida es una suma de hechos caducos y sin consecuencias. Nada de lo que hace a diario desde hace muchos años altera su vida ni la de los demás. Pudiera pensarse que su caso es general, pero en realidad se trata de una forma muy peculiar de ser estefaniano, que sólo podría darse, como tantas otras cosas, en el seno del bar La Jornada. Es como una avispa crepitando en la mesa del rincón, con un ruido estéril, patético. Aunque es hiperactivo, sus actos, como digo, carecen de la menor consecuencia. Y no es que éstos por numerosos resulten minúsculos: son del tamaño de los actos de todos los demás. Ni es tampoco el caso de que no haya para esta existencia concreta una pantalla que los registre y los fije, ya sea en su propia conciencia o en la memoria colectiva. Simplemente sus actos no parecen tener un sitio en el vértigo de los hechos cotidianos, no están conectados con las infinitas series de actos que se entrecruzan y que les darían un contexto, una forma de causalidad o al menos una yuxtaposición dinámica. Como si hubiese muerto años atrás, como si su vida en estos momentos estuviese siendo vivida por otro, a cuyo nombre quedan registrados sus actos, con todas sus pequeñas consecuencias. Por lo demás, su trabajo como cajero en una tienda del Estado se presta para esta clase de confusiones. Técnicamente es un burócrata en un establecimiento fantasmal al que nadie acude, por el pésimo servicio y la escasez de víveres que lo caracterizan. Por si fuera poco, es un alcohólico rescatado que recae en el hábito dos o tres veces al mes, una vez por semana, casi a diario durante las vacaciones, que en su caso son largas a causa de sus muchos años de servicio. Lo cual crea una ambigüedad en su conciencia y en la percepción que de él se tiene en la calle, en la tienda de autoservicio, en la cantina. Algunos recuerdan borrosamente haberlo visto, en un tiempo sin ubicación ni secuencia, otros juran que jamás ha pisado antes un centímetro cuadrado de Estefanía. Pues entre nosotros, quien no entra a una cantina por lo menos una vez a la semana, técnicamente, no existe. Todo ello no parece incomodarle: con un perpetuo mal humor despacha a los escasos clientes de la tienda, durante sus horas de servicio, y con parecido talante se instala en una mesa al azar del ínclito bar La Jornada, con cara de pocos amigos. No le gusta hablar ni que le hablen: se ahorra al prójimo con una facilidad que sólo un burócrata puede desarrollar después de dos décadas y media de labores.
Sólo M. podría haber encontrado a Silvia. Sólo Silvia podría haber encontrado a M. en la atmósfera de escombros submarinos de aquel bar. Ambos se correspondían, estaban destinados uno al otro, como dos fichas jugadas al fondo del desastre. Quizá por ello no se dirigían la palabra. Ni se conocían siquiera. Tres o cuatro veces se habrían topado sus miradas, sin emitir la más mínima señal de reconocimiento. Esa indiferencia mutua los volvía un par cartesiano, un conjugado imposible de desligar, de destruir en la lotería del azar objetivo. Primero en el bar La Cueva, donde habría fungido fugazmente como cantinera –a Non le gustaban esos pretéritos sin consumar, esos futuros dudosos, inventados por los maestros redactores de El Guardián de Estefanía, periódico de donde sacaba el diario sustento. Pero M. ni siquiera recordaba la cabellera ensortijada, donde una tarde anónima se enredara una abeja, que caía sobre el níquel de la barra cegada por chispas de sol. No recordaba, quiero decir –tan ebrio estaba– que él mismo la había desenredado con sus dedos y se la había entregado, dentro de una cajita de cerillos. A dos pasos estaba el bar Madrid y ella no dudó en darlos: antes de un mes bailaba ya y desenredaba su figura entre varios niveles de niebla violeta, de leonado neón y humo de toda clase de cigarrillos, donde el sexo se ofrecía y se posponía de una manera dolorosa y violenta, se depositada en las manos y se arrebataba a ojos vistas, la lascivia pastoreada por la férrea mano del lucro, la lujuria gobernada por la usura, el fornicio puesto a rédito por la codicia, y donde se aficionó a las drogas. Mejor dicho, añadió ese hábito al que ya tenía por el alcohol, doble inclinación que resultaba terrible en una adolescente que no parecía sobrepujar los 17 años. Por lo demás, no era su cuerpo lo más llamativo, sino la cabellera y su rostro enigmático. Se ha dicho que las mujeres son tontas: la mudez de Silvia, un silencio brutal, animal, era más interesante y más dramático que cualquier discurso ideológico de dos horas de las feministas al uso. Donde las demás muchachas hablaban con ademanes y a gritos, ella se limitaba a sonreír, bajo las toneladas de decibelios y las luces sísmicas, que estremecían las sombras y los maquillajes. M. habría entrado un cierto número de veces a esa cantina, donde los parroquianos eran minuciosamente desvalijados por una corte y cohorte de adolescentes que practicaban menos la prostitución que el latrocinio: sus delgados dedos no eran expertos en los botones sino en la cartera, en la que no buscaban el condón sino el billete. El sueldo de burócrata no le alcanzaba para afrontar esas ávidas bocas de fresa, no sedientas de besos sino de alcohol, esos brazos no nacidos para el abrazo sino para la jeringa, esos raudos tacones que antes se enganchaban en la reja de la alcantarilla que en la alfombra de un hotel de paso. Fue allí, pues, donde se dio el único contacto, mítico, entre ambos. Un beso de dos o tres minutos, con lengua y todo, que debe haberle costado al pobre abarrotero-burócrata unos doscientos pesos. Sabía que con besos como aquél, terminaría su vida pidiendo limosna. No lo hizo por placer ni por alguna emoción en particular. Fue una mera distracción, un impulso fisiológico, un momento aprovechado por la chica logrera, que necesitaba como de costumbre un billete para pagar un taxi y comprarse un poco de mariguana. Tanto ella como él olvidaron en seguida ese instante: el alcohol lo borró como si fuese una esponja con vinagre. Después del mutuo espolio, se despidieron como si nada: desde ese instante la nada empezó a corroerlos, a corromperlos. Toparse en las cantinas y no reconocerse se convirtió a partir de entonces en un minucioso castigo por no haber vivido ese momento. Ella recordaba un poco más, pero no gran cosa: su porción de nada era casi idéntica, sólo aumentada por una sensación de vergüenza, de pudor humillado, del todo innecesaria, que ni siquiera venía al caso.
* ESCRITOR