Fragmento de novela (1)
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Fragmento de novela (1)
Por: ALFREDO GARCÍA VALDEZ
Escritor
Esa tarde, a falta de mejor tema, el filósofo Gregorio F. Zaldívar y el poeta Non se pusieron a hablar del clima. A sabiendas de que, como buenos estefanianos, no harían más que cruzar sendos monólogos acerca de un asunto que sólo muy hipotéticamente era objetivo, sustancial y de incumbencia para ambos.
–El clima es el ámbito en que vivimos –arrancó el doctor–. Nuestra atmósfera, en el sentido novelesco más que en el meteorológico.
–Es nuestra pecera, nuestro acuario –amplió el vate–. Nos alimentamos de aire y de luz, de sombras y de agua, como las criaturas marinas.
–Una savia transparente nos nutre. Acaso la “luz respirable del cielo”, que menciona Virgilio.
– Y que alimenta tanto al cuerpo como al alma. Aunque a veces nos atraviesan descargas de electricidad y sentimos que tiembla la arena, que vibran las últimas capas del aire.
Sólo por puro azar dos monólogos coinciden en el mismo tema. Al menos en Estefanía, donde tal hecho es objeto de estadística, de arduo cálculo de probabilidades. Nuestro talante solitario, escéptico y desconfiado es sin duda la causa del desfase, del alejamiento progresivo de los interlocutores a medida que hablan, los cuales en cuestión de minutos llegan a perder por completo la órbita de la conversación, como dos planetas que se despeñaran en el vacío. Sin embargo, en nuestra ciudad la función del diálogo no se ha perdido de una manera tan abrupta, tan radical como sucede desde hace décadas en Ciudad Atalaya, el caínico pueblo vecino. Allá la gente parece haber olvidado desde hace décadas que el animal humano es capaz de conversar. Ni siquiera monologan, se limitan a emitir palabras sueltas y casuales en un clima de imbéciles, arriba de los 45 grados Celsius, como buzos que apenas se saludan, dando tumbos en el fondo de un espectral mar prehistórico, como pececillos que gorgorean fuera del agua, en las arenas que se cuartean como pedazos de chocolate blanco.
–Estos viejos huesos ya no me sirven ni para mediar el clima. No me pertrechan contra él. El frío y la calor me asaltan como ondas eléctricas, tocándome cada una de las articulaciones. Padezco el clima como una enfermedad crónica, de síntomas contradictorios. El invierno es horrible, pero aún más el paso del invierno a la primavera. En cuanto a la canícula, es para mí un círculo del infierno.
–A través de la atmósfera nos llegan a las células hasta las más mínimas resonancias y vibraciones del cosmos –apuntó Non, quien a veces se ponía esotérico–. El infinito empieza y termina en mí, soy su centro. El aire nos transmite esas descargas eléctricas, como si una infinidad de cables penetraran en una pecera.
–Sí, el cosmos se compone de mónadas, como dijera Leibniz, aunque sus ventanas están abiertas: de otra manera no podrían transmitirse unas a otras su música, sus informes, sus escalofríos. Puestas una al lado de otras, y como su número es infinito, un mensaje generado a años luz de distancia, tarda segundos humanos en llegar a su destinatario. Oh, la indiscernible velocidad de la simultaneidad…
A Sique, la ama de llaves del filósofo, no dejaba de preocuparle la manera en que ambos se ponían de acuerdo, de manera paulatina, hasta terminar tejiendo un solo monólogo. A diferencia de los otros estefanianos, que acababan conversando sobre temas astronómicamente distantes, el vate y el filósofo se aproximaban uno al otro de manera infinitesimal, hasta acabar diciendo cosas absolutamente idénticas. Esta era una de características que más repudiaba en Luis Non, celosa como era de la ataraxia del filósofo, estado tan minuciosa como laboriosamente conseguido y del cual se consideraba tanto autora como guardiana. Por lo demás, Ábaco, viejo demonio estefaniano, nacido en la casi epónima Hacienda de Baco, la primera vinatería de toda América, fundada al nororiente de nuestra ciudad, cuatro siglos atrás, y que rondaba suelto por nuestras calles, como Pedro por su casa, sin que nadie le pusiera respeto ni medida, todavía no soltaba de sus garras al pobre Non. Sique era apolínea, su talante era luminoso e impasible. Nadie conocía su edad: era de esos estefanianos que un buen día llegan a los cuarenta años y se quedan en ellos para siempre, no envejeciendo nunca jamás. Así pues, su escueta figura aparentaba cuarenta años duros y maduros en su falda sastre, que apenas variaba de color, entre el marrón y el verde aceituna, entre el gris y el azul marino. Estable como un mueble fino, mejor aun como un candelabro, pues tenía también sus traslúcidos momentos de barroquismo, con sus brazos y sus piernas en equilibrio, temía que el turbulento vate afectara a la larga el tranquilo alcoholismo del filósofo, que ya sumaba seis décadas, sin que jamás se le hubiese convertido en un vicio.