Fidencio, más que un santo

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Fidencio, más que un santo

A propósito de fervor religioso, nunca conocí, estoy hablando de mi entorno inmediato, por decirlo de alguna manera, a personaje más carismático que Fidencio Constantino, mejor conocido por el populacho como “El Niño Fidencio”.  

Desde pequeño me había atraído sobremanera esa figura enigmática cuya devoción me inculcaron mis padres, devotos por inercia, pienso yo, de esta especie como de mesías vernáculo.


Rememoro de aquellas épocas, hace más de 30 años, las travesías en tren por las entrañas del diserto hasta el pueblo místico de Espinazo, Nuevo León, donde cada marzo u octubre se daban cita multitudes oceánicas en busca de un milagro.

Fue recientemente que, tras haber leído el libro “La Guerra del Fin del Mundo”, del escritor Mario Vargas Llosa, sentí la espinita de ir a Espinazo para rescatar, a la manera el Semanario, la vida y obra de Fidencio.

Por las bocas de los viejos que aún quedan o quedaban en el pueblo escuché historias increíbles sobre hechos maravillosos que, como decía García Márquez, superan, en grado superlativo, la realidad.

Fidencio era más que un santo, era el salvador del norte de México y el sureste de Estados Unidos.

Un auténtico saurino que curaba con lodo y naranjazos a las filas y filas de enfermos venidos de aquí y de allá, que hasta altas horas de la madrugada se apostaban a las afueras de su singular consultorio, consultorio que aun persiste como pieza museo

La fe de sus seguidores era tanta y tan ciega que juraban sentirse aliviados por aquel hombre con maneras y formas de niño, venido de un pueblo del Bajío, donde a los nueve años, dicen sus biógrafos, ya atendía partos y deshacía empachos.

Quién sabe de dónde le vendría ese poder que, aun después de más de 80 años de muerto, sigue atrayendo en los días de fiesta, incluso, a extranjeros a este mitológico pueblo norteño.

Infinidad de anécdotas circulan todavía del Niño como la de que era inmune al veneno que ponían sus enemigos en sus bebedizo y sobre el misterio de su muerte que él mismo predijo mandando a los moradores del pueblo a que colgaran moños negros en las puertas de sus casas, dijo, “porque iba a hacer un viaje”, pero regresaría, profetizó.

Sin duda una historia extraordinaria que la Iglesia Católica aborrece, pero que hoy sigue jalando gente y más gente.