Federalismo: El acoso legal de la federación (Parte 2)

Usted está aquí

Federalismo: El acoso legal de la federación (Parte 2)

En el artículo anterior comentamos que el Federalismo ha sido una aspiración constante de las regiones del país desde el surgimiento de México a la vida independiente, y señalamos que, si bien esta aspiración quedó consagrada en la Constitución de la República desde 1857, y perdura hasta la fecha, por diversas razones ha estado bajo acoso de la federación.

Este proceso se observa desde el Porfiriato, ya promulgada la Constitución de 1857. En efecto, bajo el deseo de consolidar la paz de la República, el régimen de gobierno se fue transformando, de suerte que “la autoridad personal y patriarcal del Presidente, en la cumbre de la jerarquía del poder, se consolidó gradualmente y se hizo cada vez más indiscutible”. No obstante, el sistema federal de 1857 se conservó y, al triunfo de la revolución de 1910 la nueva Constitución de 1917 mantuvo el régimen federal como había sido definido en la de 1857.

En los años posteriores a la promulgación de esta Constitución, el acoso al sistema federalista fue más intenso. Mediante diversas reformas constitucionales y legales se ampliaron las facultades de los poderes federales (Congreso, Ejecutivo, Judicial) en detrimento de los estados, y el ámbito de la soberanía estatal, el interno, se fue reduciendo.

Esta tendencia centralizadora no fue exclusiva de México. Desde la Segunda Guerra mundial, y en especial después de 1960, el tamaño del Estado central crece constantemente, como lo refleja la evolución del gasto público de los países desarrollados que, como porcentaje de su Producto Interno Bruto, pasó de alrededor de un 23% en 1937 a 28% en 1960 y a cifras del orden de 40% en los ochenta.

Este comportamiento fue producto de factores diversos: unos, técnicos, como la popularización de conceptos tales como bienes públicos y externalidades, que justificaron la intervención económica del Estado, y condujeron a mayor gasto público; otros, sociales, asociados a la preocupación por una distribución más igualitaria del ingreso, por establecer condiciones mínimas de seguridad social a trabajadores y jubilados y por instituir estabilizadores del ciclo económico, que llevaron a legitimar la actuación pública en un sinnúmero de actividades, y ello significó aumentar el tamaño del gobierno. Otros más, políticos, entre los que destaca el escepticismo, en la postguerra y hasta finales de los setenta, de amplios grupos de opinión respecto a las virtudes del mercado en la asignación de los recursos, promoviendo en consecuencia la participación pública en actividades productivas. Estos factores alentaron el incremento en el tamaño del gobierno, y, en la medida que favorecieron las funciones públicas de estabilización y redistribución, que por su propia naturaleza son mejor atendidas centralmente, propiciaron su centralización.

Por todo lo anterior, de los cuarenta a los ochenta, se vive una época de ascenso de este nivel de gobierno. México fue parte de este proceso, facilitado por la existencia de un partido ampliamente dominante en ese lapso, así como por un entorno internacional caracterizado por mercados relativamente cerrados, que resaltaban la importancia del gobierno central ya que su poder de tributación y regulación era más difícil de evitar.

Sin embargo, a partir de los ochenta en el mundo se observa un cambio en esta tendencia, del cual tampoco somos ajenos. Desde entonces inicia un proceso de transformación de la visión del papel que el Estado debe tener en la economía y en la sociedad. Un detonante de ello fue un cambio en el plano de las ideas: se agotó la fuerza que inicialmente caracterizó a la Revolución Keynesiana y al impulso que esta les prestó a programas más intervencionistas de acción pública. Por otra parte, el derrumbe de las economías de Europa del Este y de la antigua Unión Soviética resaltaron los riesgos y defectos de gobiernos altamente centralizados y de la planificación central. Otras limitantes a la creciente actividad gubernamental tienen su origen en la resistencia de los contribuyentes a enfrentar mayor carga tributaria, lo cual establece un límite a la expansión del Estado, límite reforzado por los mercados al negarse a financiar incrementos en la deuda pública, cuando se percibe que esta ya es excesiva.

Por último, la creciente integración internacional de los mercados de bienes y servicios y la desregulación de los financieros, impusieron a los estructuras de gobierno y a las economías nacionales el reto de ser más competitivos, más productivos y eficientes, a la par, un freno al tamaño del Estado y a la discrecionalidad en su actuar.

Esta integración económica ha transformado algunos problemas que hasta hace poco eran de índole nacional en problemas internacionales, que requieren la intervención de acuerdos bilaterales o de organismos multinacionales. Parecería, cada vez más, que los gobiernos centrales son demasiado pequeños para resolver los grandes problemas (ie: las crisis financieras actuales, los problemas ecológicos, el crimen organizado, el narcotráfico, el calentamiento global, la migración) y demasiado grandes para enfrentar los aparentes pequeños problemas (ie: las tareas de desarrollo urbano de las ciudades, el manejo de los sistemas de salud y educativo, entre otros).

Este cambio de tendencia, hacia la disminución del tamaño del gobierno, afecta esencialmente al nivel central. Esto es, si bien la fuerza de las nuevas ideas, las experiencias fallidas con la planificación central y la marea de la globalización mundial, que llevan a limitar el tamaño de los gobiernos centrales, no necesariamente conllevan una reacción contra los gobiernos estatales y locales. Al contrario, en la actualidad, al tiempo que se cuestiona la efectividad de la acción pública concentrada y centralizadora, o de la conducción y planeación central del desarrollo, se resalta la necesidad de una adecuada provisión de servicios urbanos, de la generación local de servicios educativos y de un mayor esfuerzo de inversión en infraestructura urbana como condicionantes del desarrollo regional.

En México algo similar ha ocurrido. Desde finales del siglo pasado y hasta hace algunos años, como consecuencia de los cambios externos ya descritos y de la preocupación interna por la excesiva concentración de facultades en el ámbito federal, y la creciente incapacidad de este para cumplir adecuadamente responsabilidades asumidas a costa de los gobiernos estatales; y por las tensiones que se han ido acumulando en las relaciones de estos gobiernos y de los municipales con el federal, se realizaron diversas reformas y programas, que si bien fueron centralmente diseñados e impuestos a los estados y municipios, al menos tenían la intención expresa de revertir lo concentración de años anteriores y de fortalecer el pacto federal. Como consecuencia de estos esfuerzos por descentralizar el gasto público a estados y municipios vía aportaciones federales, estas alcanzaron a ser más de la mitad del gasto federal.

Esta tendencia a revigorizar el federalismo se frena y revierte en los últimos 14 años. Ello, originado por diversos factores: Unos —ajenos a los gobiernos locales— asociados al agravamiento de problemas que afectan a la nación como el de inseguridad, violencia y crimen organizado; otros, originados en el ámbito local, por la irresponsabildad de algunos gobiernos estatales en el manejo de sus finanzas y deuda, o por cuestionamientos sobre su intervención en procesos electorales locales. Lo anterior llevó a nuevas modificaciones legales que quitaron responsabilidades a los estados, como por ejemplo en materia de seguridad pública, con un manejo federal casi exclusivo; o de deuda estatal, que requiere ahora autorizaciones del Congreso y la SHCP; o en materia electoral, donde ahora una institución nacional, INE, es responsable de las elecciones federales y de designar a las instituciones electorales locales.

El gobierno de la 4T ha acelerado este proceso centralizador. El acoso se revela desde como la 4T ha autodenominado al gobierno y al presidente, ahora ambos lo son de México, ya no de la Republica. La diferencia es sutil, pero revela algo importante. El nuevo título de gobierno y presidente, de México ambos, parece indicar que se gobierna, no a una república, donde coexisten con el federal, otros órdenes de gobierno, organismos constitucionalmente autónomos y una sociedad organizada, que dan balance y límite al gobierno central, sino que se trata de un gobierno y presidente, de todo México, donde se han de centralizar poder y decisiones.

El acoso se extrema a niveles peligrosos con la creación de los llamados superdelegados y los Siervos de la Nación, para operar, al margen de las autoridades estatales y municipales, los programas sociales y la mayoría de los programas federales. Continúa este acoso, con los procesos en marcha en materia de educación y salud, tendientes concentrar todo en el ámbito federal.

La excesiva concentración ha agitado a la república y se aceleran tendencias centrífugas en varias regiones del país. La incapacidad del nivel federal para atender la actual crisis de salud ha motivado que en los estados, sus gobiernos y sociedad, generen acciones y programas propios para atender la pandemia y se tense la relación con las autoridades federales del caso, llegando incluso, algunos estados, a solicitar la remoción del responsable federal de enfrentar esta crisis. En el ámbito fiscal, la insatisfacción con el estado de la coordinación en esta materia ha llegado a tales extremos, que se ha formado una alianza federalista, que agrupa ya a la tercera parte de los gobiernos estatales, los cuales demandan una convención fiscal para revisar y adecuar el pacto fiscal, que ya estiman obsoleto, insuficiente y que frena el progreso de estos estados y limitan su aporte al desarrollo nacional.

En el siguiente artículo hablaremos del acoso fiscal a la aspiración federalista.

Ex Gobernador de Coahuila