Falsos mesías

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Falsos mesías

Pero como sabemos, casi todos terminaron exiliados, cuando no asesinados, y sus naciones, devastadas por su propio mesianismo

Celebramos esta semana en la tradición de los pueblos cristianos, el triunfo del Redentor de la Humanidad, el cabal cumplimiento de su propósito en este mundo y la puntual observancia de las profecías.

La figura del Elegido, sin embargo, es mucho más antigua que el mito cristiano y, por increíble que parezca, persiste hasta nuestros días ya no tanto como una cualidad mística, sino como una línea narrativa vigente por igual en la ficción y en la realidad. Es decir, que la figura mesiánica tiene aplicaciones literarias lo mismo que prácticas, quizás como nunca antes en toda la historia.

En el cine y la literatura, el arquetipo del héroe ha sido dibujado ad náuseam con algunos de los más distintivos rasgos del Salvador, esto es: anticipado por una antigua leyenda (profecía, escrituras); nacido -o al menos criado- lejos de los ámbitos de poder, riqueza e influencia, lo que lo vuelve un héroe todavía más improbable; será objeto de revelaciones a lo largo de su vida; a cierta edad sentirá “el llamado” para salir a cumplir la misión que, descubre, le ha sido encomendada. Usualmente, antes de salir en búsqueda de su destino y autoconocimiento, el ungido debe pasar por un proceso de aprendizaje-purificación, verá a sus peores miedos a la cara y conocerá lo que le espera en caso de fallar, quizás incluso se vea tentado a renunciar y a reincorporarse a su vida pastoril.

Pero el héroe saldrá fortalecido y mucho más sabio, decidido a enfrentar lo que sea, incluso quizás, su propia muerte misma que, para estas alturas, es ya irrelevante en su fuero interno.

Estas constantes que Joseph Campbell supo identificar, organizar y explicar en su tratado de “El Héroe de las Mil Caras”, el texto indispensable para cualquier aspirante a guionista, las vemos repetidas en Jesucristo, Rocky Balboa, Gilgamesh, Luke Skywalker, Buda, Harry Potter, Neo, Moisés, Gokú, Ulises, Superman y un inconmensurable etcétera.

Este modelo, conocido también como “el monomito” subsiste a través de las eras y trasciende barreras geográficas y culturales gracias a que alude a las propias incertidumbres y miedos que el ser humano llega a enfrentar en determinados momentos de su vida.

De allí que las historias de los personajes antes citados nos resulten tan tremendamente inspiradoras, pues independientemente del momento en que las veamos y no se diga ya si técnicamente están bien construidas, a veces su ejemplo es lo único de que disponemos para echar mano cuando nos llega el momento de tomar decisiones y emprenderlas: 

“Tranquilo, Godínez, respira hondo y ve a exigir ese aumento a tu jefe, que bien que te lo mereces… Y recuerda que un gran poder, conlleva una gran responsabilidad”.

Pero, como todas las cosas que son buenas (y gratis), no están exentas de que alguien las retome y las utilice con innobles intenciones.

El marketing político moderno se vale también de este modelo casi infalible para convertir a entes grises y carentes de toda cualidad inspiradora en seres casi decentes y con algo semejante al carisma.

Convertir a un político mamarracho o pelmazo candidato en un héroe, es un trabajo que suele recaer en profesionales de la comunicación y el marketing, sin embargo, mucho antes que las agencias, hubo caudillos que entendieron que, más importante que su trabajo o resultados, antes que sus cualidades o méritos, estaba el “storytelling”, es decir, el relato de sí mismo que se comparte con el público.

Y aunque no se necesita ciencia para anticipar las ventajas de adornarse, ni genialidad para decidir que hay que “tunear” un poco la autobiografía, fueron los grandes dictadores del siglo 20 quienes perfeccionaron el arte de convencer a sus respectivos rebaños, de que eran ellos los auténticos ungidos, los verdaderos elegidos, los que las escrituras anticipaban, los que estaban predestinados a salvar a su pueblo.

Dentro de la narrativa del clásico redentor político, otra de las constantes es la afirmación de que con ellos inicia una nueva época, una de transformación, un nuevo punto de partida; ellos representan un año cero de una era de prosperidad que habrá de perdurar mil años… ¡ajá… claro!

Pero como sabemos, casi todos terminaron exiliados, cuando no asesinados, y sus naciones, devastadas por su propio mesianismo.

La posmodernidad nos trajo de regreso a una ultraderecha recargada y con ésta, a los dictadores del siglo 21, quienes se arropan en el traje del héroe que es, a fin de cuentas, una misma talla en la que cualquiera se puede enfundar.

Hay quienes especialmente parecen tener un don natural para seducir a la masa y para convencerla de que están aquí para obrar milagros (aunque sean incapaces de transmutar el café negro en latte) y de que su ascenso al poder es la culminación de una profecía largamente esperada que representará el final del sufrimiento colectivo. Aunque por supuesto, debemos depositarles para ello nuestra más ciega devoción e incuestionable confianza. Ello no está sujeto a negociaciones, es requisito indispensable para alcanzar la iluminación y la consiguiente salvación y se nos exige lo mismo en lo político, como en lo religioso. ¿Coincidencia? ¡Ni de chiste! 

Nombres de algunos de estos falsos mesías de la vida pública, se me vienen un par a la cabeza. Y usted, ¿no conoce de casualidad a alguno? 

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