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Exclúyanme
"El mar se oscurece, / los gritos de las gaviotas / son ligeramente blancos". Leo este haiku escrito en el siglo XVII. Me pregunto si su lenguaje, su vestido en palabras, es incluyente, puesto que he llegado a escuchar que el lenguaje tiene obligación moral de serlo. Seguramente se trata de un mal entendido, ya que el lenguaje no es sólo algo tan abstracto y sideral como la casa del ser, sino, sobre todo, es la casa de los seres humanos que intentan comprenderse y habitar un espacio común en la imaginación. El lenguaje cuenta con infinitas habitaciones, pasillos, y espacios desconocidos e intransitables también. Es incluyente por constitución, excepto para quien no lo conoce y pese a ello se obstina en manipularlo, en degradarlo hasta ser un diccionario de buenos modales o de señales militares; le parece excluyente a quien hace lo posible por reducirlo a un manual de uso que posee un fin determinado, eficaz o correcto. Si el lenguaje se expresa a través de la literatura, el arte, la escritura de carácter sensible, no tendría por qué excluir a nadie, excepto a quienes no les interesa como universo, ni acuden a los libros, ni se detienen a sopesar su vastedad. Por el contrario, y es una paradoja, he sido testigo de la conversación entre personas que dominan alguna jerga técnica propia de los artilugios de la comunicación tecnológica, pero en vez de sentirme excluido o quejarme, lo que hice fue preguntar por el sentido o significado de sus vocablos; y entonces aquel lenguaje limitado se abrió para que yo lograra comprender sus palabras que, en esencia, sólo contenían naderías prácticas elementales. Todo aquello que puede ser dicho puede expresarse sencillamente: interpretar en vez de insistir en que una jerga especializada, técnica, moral, etcétera se imponga a los hablantes como un reglamento marcial o litúrgico. Es evidente que cuando una instancia comunal o individual quiere hacerse valer como dogma moral universal puede tomar el camino de la imposición y el fascismo. En cambio, el lenguaje es liberador, creador de símbolos, abierto y también misterioso. "El demócrata es modesto, confiesa una parte de su ignorancia y reconoce en parte el carácter aventurado de su esfuerzo, sabe que no todo le es dado y que debe consultar a los otros; completar lo que él sabe con lo que ellos saben", escribió Albert Camus. Acaso su pobreza y humildad natal, el desaliño de su persona, como señalaba Milan Kundera, le ofrecía la posibilidad de ponerse del lado de una rebeldía no terrorista ni criminal: conocía el mundo. ¿Quién se atrevería a decir que el lenguaje o las novelas y ensayos de Camus han sido excluyentes de algo? Tal sin sentido sólo podría tener lugar en una época de profunda pobreza de significado y de un evidente desprecio hacía la cultura de la diferencia: una época de irresponsabilidad anónima.
En sentido opuesto y leyendo la biografía que Stefan Zweig escribiera de Fouché, me percato, una vez más, que detrás de tanto moralista belicoso y redentor existe alguien cruel o alucinado que goza alimentándose del sufrimiento de sus contrarios. "La guillotina trabaja demasiado despacio", decía José Fouché quien, después de abatir a decenas de "enemigos", amarrados y unidos entre sí formando paquetes humanos, prefirió asesinarlos bajo el fuego de los cañones que llevarlos, uno a uno, a la guillotina. Al fin y al cabo aquella era una manera de despersonalizar la muerte. Hoy se conoce a este célebre político y revolucionario francés, como el "ametrallador de Lyon", ya que, como es sabido, fue en esta ciudad francesa donde se llevó a cabo una atrocidad semejante.