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¡Eureka!

Los viajes ilustran, suele decirse -y con razón-, pues constituyen una suerte de cursos intensivos de historia, cultura, lingüística, gastronomía, geografía, antropología y un largo etcétera de materias a cuyo conocimiento nos asomamos con mayor fortuna que cuando fuimos a la escuela.

Gracias a un viaje, por ejemplo, a uno le quedan claras las diferencias entre la versión “original” de un idioma y sus variantes de “exportación”: existe una importante distancia entre escuchar a un futbolista brasileño expresarse en legible “portoñol” -durante una entrevista televisiva- e intentar una conversación con un traseúnte en las calles de cualquier ciudad portuguesa.

No importa cuántos documentales se hayan visto, o cuántos artículos -periodísticos, científicos, literarios- se hayan leído sobre el río Amazonas y sus maravillas: verlo de cerca en cualquiera de sus tramos es, como Saltillo, otra cosa.
Gracias a los viajes también, uno adquiere la autoridad para opinar respecto de las comidas de tal o cual región, pues sólo cuando se consume comida china en China; española en España o neozelandesa en Nueva Zelanda, se entiende la razón por la cual a uno le gustan tales platillos -tras consumirlos en un restaurante ubicado en territorio nacional-: han sido tropicalizados.

En suma: es cierto eso del lustre adquirido merced a las facilidades ofrecidas en nuestros días por las agencias de viajes y las tarjetas de crédito, gracias a cuya existencia uno puede recorrer el mundo ahora y pagar mañana -y pasado mañana y el día después de pasado mañana- el importe de traslados, hospedaje, alimentación y las expediciones a lo ignoto.

Y, como hemos dicho al principio, los conocimientos adquiridos en los viajes pueden corresponder a las más insospechadas materias.

Eso lo comprobó un día acá, a su charro negro, quien se vio incluso tentado a emular al célebre matemático originario de Siracusa y salir corriendo por las calles de una ciudad sudamericana (aunque, a diferencia de Arquímedes, pensaba hacerlo vestido) gritando como poseído ¡eureka!, ¡eureka!

¿Cuál fue la razón de tal tentación? El súbito descubrimiento de un secreto teóricamente reservado a los iniciados: los misterios del chocolate.

¿Le parece poca cosa? Será porque nunca le ha asaltado la duda respecto de las razones por las cuales, siendo el cacao una planta originaria del suelo patrio, no es una marca azteca la poseedora de la fórmula de los mejores chocolates del mundo.

En mi caso, debo confesarlo, la duda me persigue desde la preparatoria cuando, siendo estudiante del primer año, cayó en mis manos la espléndida novela de Gary Jennings, “Azteca”, en la cual se relata cómo, antes de la llegada de los españoles a Tenochtitlán, las semillas de cacao hacían las veces de moneda de curso corriente para las transacciones comerciales.

En otras palabras, desde hace más de cinco siglos nuestros antepasados tenían claro -muy claro- el valor de esa semilla exclusiva de Mesoamérica por designio del creador.

Paradójicamente, sin embargo, no es en México donde se elaboran los mejores chocolates del mundo sino, como sabe cualquiera, en Suiza.

¿Cómo diablos lograron los suizos, quienes conocieron el cacao muchos años después del “descubrimiento de América”, hacerse con el monopolio de los mejores chocolates del planeta?

Esa pregunta exactamente la pronuncié en una mesa donde, por azares del destino, compartí alimentos una noche con dos jóvenes suizas -Sonia y Brigitte- en el restaurante “María Lola”, espléndido lugar ubicado, literalmente, en el fin del mundo.

La joven Sonia, quien coincidentemente festejaba esa noche su cumpleaños, no dudo un sólo microsegundo en aclararme el panorama: “el secreto está en la leche”, me dijo sin titubear ni pestañear.

—¿Cómo? —Pregunté casi de inmediato—: ¿Eso quiere decir que si nosotros (los mexicanos) importamos la leche de Suiza podríamos competir con la calidad de los chocolates elaborados por ustedes?

—No es tan simple —atajó rápidamente mi interlocutora, en un español de sorprendente calidad para alguien cuya práctica con el idioma se remontaba a unos cuantos meses—: en realidad el secreto no está en la leche, sino en la hierba ingerida por las vacas, una hierba exclusiva de Suiza.

Enseguida realizó una prolija explicación respecto de la forma en la cual la luz del sol incide en ángulo peculiar los prados suizos y ello deviene en el crecimiento de pastos poseedores de propiedades casi mágicas, las cuales infunden en la leche suiza propiedades únicas. La mezcla del fluido vacuno con el cacao -me ilustró Sonia- sólo puede dar como resultado los mejores chocolates del mundo.

La explicación hizo la luz en mi cerebro y entonces lo comprendí todo, además de alcanzar la satisfacción de eliminar -por fin- una de las dudas terribles cuyo ácido carcomía mi corazón desde la adolescencia.

No cabe duda: los viajes ilustran…

¡Feliz fin de semana!

carredondo@vanguardia.com.mx
Twitter: @sibaja3.