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Estampas

Se extingue el Verano; preludio de Otoño. Es la hora del recreo en el kínder y la primaria en una escuela del centro de la ciudad. Una maestra, falda estampada y blusa blanca, ha sacado al patio una minúscula silla color verde, de las empleadas por los niños del preescolar. Disfruta en ella de su desayuno, pero concentra su mayor atención en una niña que no levanta el metro de altura. La niña luce entusiasmada mostrándole un pequeño objeto, un juguete, al parecer. Ambas, en ese patio que da a la calle de Hidalgo. Se ve a los chiquillos, ya en las gradas, comiendo tranquilamente su refrigerio; ya corriendo a lo largo y ancho del patio, o algunos trepados en lo más alto de los juegos, recién pintados de brillantes colores, rojo escarlata, u opacos como el verde bandera.

Es la ciudad, nuestra ciudad, en uno de los miles de episodios que tienen lugar todos los días, cuando todo parece ser tan igual, todo tan cotidiano, que nos olvidamos que un día el acto tantas veces repetido dejará de ser y se convertirá sólo en el recuerdo de algunos y ni siquiera por algo especial. Un inexplicable capricho de la memoria.

Por la tarde, en esta misma ciudad, a no muchos metros de donde ocurre el inicio de la jornada de los niños de kínder y de la primaria, un grupo de jóvenes trepan la colina de Santa Anita. Esos escalones que, tan sólo verlos, desalientan o retan. Cada uno de esos escalones que hace imaginar a quienes un día los construyeron e hicieron de ellos una parte distintiva de la calzada Antonio Narro. ¿De los años cincuenta? Su utilidad, en una ciudad que empujaba su crecimiento hacia el sur, fue en aquellos años patente. La comunicación hacia la parte alta debió de haber decidido la escalinata, la cual se antoja tuvo como antecesor un páramo donde la tierra y el polvo debieron de ser la nota constante de las familias saltillenses que decidieron mudarse para allá.

Los jóvenes que ahora trepan por la colina suben con determinación. “¡Es una maratón!”, expresa, fascinado, un niño. Y, sí, parece serlo. Pues los jóvenes ascienden ataviados con camisetas de colores fosforescentes y pantalones cortos. Eso da una idea. A mitad del camino de la escalinata, se toparán con una media luna que se ha colocado ahí desde hace ya varias semanas. Una media luna color plata que rompe, junto a los árboles que bordean a la escalinata, con el monótono barro de las gradas.

Es solo una imagen, la imagen de estos chicos ascendiendo por la colina. En ellos se adivina la energía, la determinación, la fuerza, el reto en el ascenso. Una más de las imágenes de la ciudad, una instantánea a la que se agrega la del despertar del Sol detrás de la Sierra de Arteaga.

Poco antes de las ocho de la mañana, ascendiendo por el Mirador, y justo en el momento de rodear la mole del que fuera Fortín de los Americanos, emerge fantástico el Sol. Una maravilla de vista al combinarse con el cielo poblado de jirones de niebla que se posan sobre esta sierra y la de Zapalinamé. La vida de la ciudad bulle debajo. El Sol ilumina con lentitud las calles y casas de nuestra población.

Abajo, el murmullo de vida que da inicio. La salida de casa apresurada, las jornadas de estudio y de trabajo. Un Saltillo en movimiento que se pone en marcha desde estas y más tempranas horas aun.

Por la tarde, la luz que se filtra de una claraboya, viene a confirmar lo iluminado y caliente que el día prometía desde temprano el momento. Una luz que hace una desproporcionada figura geométrica sobre el piso y sobre el que hay tiempo de sobra para detenerse a observar.

Mañana, las escenas escolares como la descrita aquí antes. Mañana, escenas similares, pero nunca las mismas. Escenas de las cuales ahora podemos ser testigos y protagonistas, que se volverán irrepetibles y algunas de ellas entrañables por siempre y, a ratos, quién sabe por qué.

HOMENAJE

Un conmovedor homenaje, muy merecido, recibió del Gobierno del Estado de Coahuila el viernes anterior el maestro Luis Hernández Elguezabal, en la Facultad de Jurisprudencia de la UAdeC. Un hombre que sembró semilla y ahora recoge el fruto por parte de sus queridos estudiantes. En su intervención, el gobernador Rubén Moreira Valdez, quien fue su alumno, lo recordó como un gran maestro que le dejó inolvidables enseñanzas. Resulta emblemático que don Luis fuera a su vez discípulo del siempre bien recordado maestro Rubén Moreira Cobos. Elguezabal, como cariñosamente se le conoce, logró contagiar a los estudiantes el entusiasmo por la investigación y el afán de buscar esa justicia que da equilibrio a la sociedad.