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Estados Unidos en las garras de la heroína
En este gueto de Miami, a la cocaína le llaman girl –niña– y a la heroína boy –niño–.
–¿Quieres boy? –te pregunta un camello. Porque todos los blancos que se meten por las calles desoladas del barrio negro de Overtown quieren, necesitan cuanto antes, boy.
Mañana humeda, nublada, caliente. Un pelirrojo vagando en bici. No se puede parar. Está buscando su dosis. “Después, si quieres, te doy cien entrevistas”. Pedalea.
Jason, padres cubanos, 30 años. No da su apellido, no quiere fotos. Pero te cuenta: “Yo me enganché con las pastillas y luego cogí la manteca. Y cuando tú tocas la manteca, no quieres más pastillas”. La “manteca” es boy. Jason jugaba al béisbol. Viene "de buena familia”. Su hermana está a punto de ser abogada. Jason: “¡Todavía estoy tratando de entender qué carajo pasó con mi vida!”.
Es Estados Unidos. Es la epidemia de la heroína, de los opiáceos sintéticos que llegan de China como misiles tomahawk en polvo, de los analgésicos adictivos de la industria farmacéutica que se recetaron como caramelos –unos 300 millones de pastillas al año desde los 2000–. La epidemia que Trump declaró emergencia nacional el 10 de agosto. Ese torrente numérico: 35.000 muertos –unos cien cadáveres al día– por sobredosis de heroína u otros opiáceos en 2016, año de récord histórico de fallecimientos totales por droga: 60.000, más que toda la Guerra de Vietnam; en el estado de West Virginia, en 2015, hubo un índice de 36 muertos por opiáceos por cada 100.000 habitantes, más que los 30 por 100.000 que se registraron en Guatemala por homicidios ese mismo año. La síntesis de un asesor de Trump: “Esto es como un 11-S cada tres semanas”.
“Soy una chica de pueblo”
Cary Morissette tiene 28 años, es adicta desde los 20. Está harta: “Cuando tú te despiertas por la mañana primero desayunas y luego te lavas los dientes. Yo me levanto sudando, primero vomito y luego si no guardé algo del día anterior salgo a comprar mi dosis”.
Pasa otro camello, ofrece su droga, muestra sus dientes chapados en oro.
Cary, añicos de dientes, es de Maine. Bello, boscoso, fronterizo con Canadá, uno de los estados más arrasados por la epidemia. “Soy una chica de pueblo, el típico sitio donde todo el mundo conoce a todo el mundo”. Las pupilas dilatadas. Como antes Jason, dice que su familia es “una buena familia americana”. Que ella hacía deporte –softball–, que tenía “un papá estupendo”, “unas hermanas maravillosas”. Así que un día se puso a fumar cocaína en piedra como una desesperada y después pasó a meterse heroína en vena. “Estaba comprometida, iba a casarme, a tener hijos. Era mánager de un Wendy’s [se ríe, quitándole mérito a su jerarquía en la cadena de hamburguesas] pero iba abrir mi propia pastelería para hacer tartas para boda”.
Suda, suda, suda. “Ve cómo estoy ahora. Llena de infecciones”.
Una amiga, muy pálida, se acerca: “Yo empecé con pastillas”. La característica primordial del asunto: blancos que se engancharon a las píldoras. De ahí al caballo.
Cary no quiere pararse a pensar por qué América sufre esta epidemia. Nada más dice: “Esto es un asco”. Su amiga sí: “Porque somos los más adictos del mundo y solo sabemos disfrutar en exceso. Igual los obesos con la comida que nosotros con esto”.
“Las pastillas eran el cielo”
Tiene 24 años, no entiende cómo no está muerto y agradece a Dios llevar limpio un año y medio. Jesse Thompson, “interracial, padre blanco y madre negra”, natural de Hermitage (Pennsylvania, otro estado machacado). Florida, sol, vergel de centros de rehabilitación, confín peninsular a donde huir para intentar renacer, es un imán para drogadictos de todo el país. Aquí Thompson se escabulló de “las garras de la heroína” y ahora trabaja ayudando a otros adictos. “No sabes lo bonito que es Hermitage. Pero si me hubiera quedado un día más allí estaría muerto”.
Jugaba al fútbol americano, lo operaron, le dieron analgésicos. “Con las primeras pastillas supe que había encontrado lo que necesitaba. Me sentía en el cielo, invencible, como si nadie me pudiera tocar”. Al cabo de unos meses las recetas se acabaron y fue a comprarle pastillas a un amigo del instituto. “No le quedaban y me dijo: “Pero tengo heroína”. Yo no soportaba el síndrome de abstinencia de las píldoras y le respondí: “Dame eso ya”". Y como “un animal adicto” llegó a gastarse más de 200 dólares diarios en heroína. Se quemaba todo el salario semanal de su empleo en una constructora y como plus le robaba a su madre otros mil a la semana de la tarjeta.
Jesse fue asiduo a Overtown. Ya no. La entrevista la da en un barrio sosegado, disfrutando de una hamburguesa con bacon. Está en el día a día de la epidemia, combate en primera línea del frente y prevé: “Esto no va a parar. Se va a poner peor. Créeme”.
“Me chuto a vida a muerte”
Carly dice su nombre, no su apellido. “Pon Carly R.”. Tiene 36 años, se droga desde los 19, es de Miami. Ha estado 11 veces en rehabilitación. Tiene cara infantil. Llora cuando habla de su familia –“Tuve todo lo que quería, pero era una niña con problemas”–.
Por muy nociva que sea, se queja de que la heroína escasea. “Todo lo que te venden ahora, aunque te digan que es heroína, es fentanilo. Es terrible”. Es el opiáceo sintético que indunda el mercado. Una dosis de fentanilo es 50 veces más fuerte que una de heroína y más barata. Es la gran causa de la ola de sobredosis. “Sé que me chuto a vida o muerte”, dice ella, que en los últimos meses estuvo dos veces al borde de la muerte pero fue rescatada por paramédicos con narcan, un spray nasal que revierte la sobredosis. “Mis amigos han caído como moscas. Se me han muerto 15. La primera vez que me metí heroína fue una delicia”, recuerda. “Con una exnovia. Ahora está muerta”.
Carly R. –gorra, pantalones holgados de rapero, cruz en el pecho– explica que el subidón de heroína es largo y el de fentanilo corto e intenso. “Se va enseguida y quieres otra dosis”, dice. “¡Rápido rápido!”, chasquea los dedos.
“Nomás se te apaga la luz”
Dentro de la furgoneta de la ONG Needle Exchange –afuera seis patrullas de policía hostigan a tres drogadictos desparramados en una acera por donde no pasa nadie–, Luis Orozco, de 24 años, nacido en Los Ángeles de padres mexicanos, dice que “lo mío fue mi depresión, man”.
Los que están peor, como él, son los que viven en Overtown, en algún cuartucho o con cartones al raso. Los enfermeros de la ONG dicen que los que tienen dinero o aún no han tocado fondo, pasan en coche a primera hora –“de camino al trabajo”–, compran su heroína y “se la inyectan en la oficina”. Algunos también intercambian sus jeringuillas en la furgoneta sanitaria. Velozmente. “Ni te miran”.
Luis sale de la furgoneta. De familia “normal, siempre trabajando y pagando biles [bills, facturas]”, camina por Overtown con un andador. Es diabético, lo operaron hace una semanas para drenarle un tobillo lleno de pus y tiene una úlcera abierta en la cabeza que no es capaz de dejar de rascarse. Pasa una madre con dos niños vestidos de colegio. Los niños miran extrañados a Luis, que es un bonachón y sonríe. Empezó, también, con pastillas. “Si no me hubiera dado eso el doctor, a lo mejor no hubiera acabado así”. Tiene miedo de morirse por una sobredosis de fentanilo: “Aunque dicen que es suave. Nomás se te apaga la luz”.
Su madre murió en 2015. Su padre vive con una hermana en Miami. Le dicen que esté con ellos, que salga de Overtown. “Vente pa la casa”, le repite el padre. “Y se enoja porque yo prefiero estar acá”. “A mí me puedes ofrecer una cama, aire acondicionado, un refrigador lleno de comida y televisión por cable que yo prefiero estar aquí, cerca de la droga, para cuando me entra esa desesperación por tenerla, que te sientes como si fueras un pez sin aire”, cuenta apenado, ojeroso, vestido con una camiseta oscura estampada con el dibujo de una muerte con guadaña envuelta en la bandera de Estados Unidos.
La plaga más blanca
La epidemia se ceba en los blancos. En 2001 consumía heroína un 0,34% de blancos y un 0,32% de no blancos. En 2013 la tomaba un 1,90% de blancos y un 1,05% de no blancos, doblándose la brecha. En 1999 los blancos eran el 70% de los muertos por heroína y en 2015, el 82%. El motivo médico es el mayor aumento entre los blancos de la adicción a pastillas contra el dolor; el social, según los analistas, la depauperación económica de la clase media en un país cada vez más desigual.