Estado salvaje
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En agosto del año pasado, Alberto Flores Morales de 53 años de edad y su sobrino, el joven Ricardo Flores, de 22, hicieron una parada en la comunidad de San Vicente Boquerón en el municipio de Acatlán, Puebla. La decisión de calmarse la sed con unas cervezas frías habría de resultarles fatal. La mala fortuna quiso que la tienda en la que pararon se ubicara frente a una escuela y que la camioneta en la que viajaran fuese color negro, con vidrios polarizados. Como si eso fuera una falta imperdonable, los incautos fueron repentinamente acusados de robachicos. Policías auxiliares procedieron a su detención, al despojo de sus pertenencias y los retuvieron en la comandancia de la cabecera municipal. A los pocos minutos, una turba enardecida de más de 100 personas, los sacaron a empellones, les rociaron gasolina y los quemaron vivos frente a decenas de personas que celular en mano, captaron con la mayor sangre fría cada detalle de la agonía de los desdichados. Días más tarde, se sabría que los linchados eran en realidad un campesino y un estudiante de derecho, ambos originarios de Tianguistengo, una pequeña comunidad de la Mixteca con apenas 700 habitantes.
El caso que horrorizó a la sociedad por su mediatización está lejos de ser un hecho aislado. La Comisión Nacional de Derechos Humanos y el Instituto de Investigaciones Sociales de la UNAM dieron a conocer recientemente el Informe Especial sobre los Linchamientos en el Territorio Nacional. Una revisión hemerográfica constató el aumento acelerado de los linchamientos en México. Si en 2015 hubo 43 casos, a fines del 2018 se contaban 174 eventos y 271 víctimas. Esto se traduce en alrededor de un linchamiento cada dos días. Las tendencias en aumento se confirman ya que en lo que va del año se han contabilizado 67 casos con secuelas de 107 víctimas. La metodología empleada alerta sobre las problemáticas derivadas de la falta de información oficial, precisa y objetiva de estos sucesos por lo que es altamente probable que existan casos que suceden y no son reportados. Sin embargo, es un hecho que hacerse justicia por propia mano, es una de las expresiones más evidentes de la ruptura de las reglas mínimas de convivencia en una sociedad. Los linchamientos muestran el hartazgo de una ciudadanía vulnerada por la inseguridad y la impunidad hacia quienes actúan contrarios a derecho. Sus detonadores más comunes son el robo, las violaciones y el secuestro. No son exclusivos de México, pero aparecen con mayor frecuencia en países y regiones en los que —en términos weberianos— el Estado ha fracasado como vía para el uso legítimo de la fuerza.
El panorama es poco alentador cuando observamos que las prioridades del gobierno y de quienes se dicen nuestros representantes están alejadas de la tragedia social que vivimos cotidianamente. Con una prisa inexplicable se pretende discutir en el Senado, en periodo extraordinario, una nueva reforma electoral que no parece indispensable ni urgente. Las distintas iniciativas presentadas no están respaldadas por una exigencia ciudadana, no convocan a un diálogo público y no están orientadas a fortalecer la cultura cívica de los mexicanos. Por el contrario, reducen y debilitan a las instituciones que vigilan y promueven el ejercicio de la democracia. La desaparición de los OPLES es una de ellas. Estas instancias no solamente se ocupan de registrar candidatos independientes, partidos políticos locales y asociaciones políticas sino que además implementan mecanismos directos de participación ciudadana y en entidades complejas como Oaxaca, realizan la mediación y resolución de conflictos en los municipios que eligen autoridades por sistemas normativos internos o usos y costumbres. Sin duda, el modelo actual está lejos de ser perfecto y requiere ser mejorado; sin embargo, lo que se propone es el retorno al mundo sin reglas, sin equidad, con pluralidad e institucionalidad limitada. Es el retorno al Estado salvaje.