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Escoltas de la muerte
Madrid.- Para la mayoría de nosotros un cadáver en descomposición es algo perturbador, cuando no repulsivo y espeluznante; una de esas cosas que luego se nos aparece en los sueños. Pero para las personas ligadas a la Ciencia Forense, los cadáveres son el pan nuestro de cada día. De hecho, los investigadores interesados en los ‘bichos de la muerte’, dejan cadáveres en sitios específicos para estudiar lo que sucede durante la descomposición.
En un cuerpo vivo, las células musculares se contraen y se relajan gracias a la acción de dos proteínas filamentosas (la actina y la miosina), que trabajan a la par. Pero tras la muerte, esas proteínas quedan inmovilizadas. Y eso provoca la rigidez de los músculos y la parálisis de las articulaciones, que lleva a la fase cadavérica conocida como rigor mortis o ‘rigidez de la muerte’, la cual comienza en los párpados y sigue por la mandíbula, los músculos del cuello, el tronco y las extremidades.
En los primeros minutos que siguen a la muerte, el interior del cadáver está poblado por las bacterias propias del cuerpo humano vivo, que alberga una enorme cantidad de microorganismos. Pero poco a poco esos microbios comienzan a ser sustituidos por otros que ni siquiera necesitan de oxígeno para prosperar, y que son los que toman el control del cadáver. Es lo que los biólogos llaman ‘el microbioma de la muerte’, de gran importancia para la ciencia forense.
El trabajo del microbioma
Una vez que los microbios anaeróbicos invaden el cadáver, comienzan a alimentarse de los tejidos corporales, fermentando los azúcares y produciendo derivados gaseosos como el metano, el sulfuro de hidrógeno y el amoniaco, que se acumulan en el abdomen y otras partes del cuerpo.
Al avanzar este proceso el cuerpo se decolora. Y a medida que las células sanguíneas escapan de los vasos en desintegración, las bacterias anaeróbicas transforman las moléculas de hemoglobina, que llevaban el oxígeno por todo el cuerpo, en moléculas de sulfohemoglobina, que es lo que le da al cuerpo en descomposición esa apariencia translúcida y olivácea, tan característica.
A continuación viene la flaccidez, mientras los gases y los tejidos licuados comienzan a abandonar el cadáver a través del ano y otros orificios.
Al aumentar la presión de los gases en el interior del cuerpo, puede ocurir que la piel se desgarre o llene de ampollas y que el abdomen se abra de golpe.
Colonización post mortem
Si un cuerpo en descomposición queda expuesto a los elementos del medio ambiente, el cadáver se convierte en un nido de microbios e insectos carroñeros trabajando al unísono.
En esas condiciones aparecen dos especies de moscas asociadas a la descomposición: la moscarda y la mosca de la carne, que captan a grandes distancias el olor fétido y dulzón que desprenden los cadáveres, sobre los cuales ponen miles de huevecillos que se rompen en el lapso de 24 horas para dar paso a sus larvas que se alimentan de la carne putrefacta.
Las larvas crecen rápidamente, se transforman en moscas adultas, y el ciclo vuelve a comenzar, hasta que en el cadáver no queda nada de qué alimentarse.
El trabajo de los carroñeros
En condiciones normales, un cuerpo en descomposición contendrá un gran número de larvas. Esa ‘masa larval’ genera mucho calor, de hecho, eleva la temperatura en el interior del cadáver en más de 10ºC. Igual que los pingüinos se apiñan en el Polo Sur para darse calor, la masa larval está en constante movimiento para refrescarse.
“En realidad es una espada de doble filo”, explica un experto. “Si eres una larva y estás siempre en el borde del cadáver, puede comerte un pájaro, y si estás siempre en el interior del cuerpo, te puedes cocinar. Así que para sobrevivir tienes que moverte constantemente entre el centro y la superficie”.
La presencia de moscas atrae a otros depredadores, entre ellos el escarabajo de la piel; pero también atrae ácaros, hormigas, avispas y arañas, que se alimentan de las larvas y los huevos de las moscas, o bien los parasitan.
Los buitres y otros carroñeros, al igual que algunos carnívoros grandes, pueden también aparecer por allí, si el cadáver ha sido abandonado en el campo.
Pero son las larvas, en ausencia de grandes carroñeros, las encargadas de eliminar los tejidos blandos del cadáver. Como anotó en 1767 el naturalista Carlos Linneo: “Tres moscas, comiendo y reproduciéndose en el cadáver de un caballo, pueden consumirlo en el mismo tiempo que un león”.
Lo que deja el cadáver
Cada especie de bacteria o de insecto que visita un cadáver trae consigo un repertorio único de microbios. De la misma manera, diferentes tipos de suelo albergan diferentes comunidades bacterianas, cuya composición es determinada por factores como la temperatura, la humedad y el tipo y la textura del suelo.
Y esas diferentes especies de microorganismos tambi[en invaden el cadáver, de manera que su presencia permite determinar si la persona murió en el lugar o si el cuerpo fue llevado hasta allí.
Todos esos microbios se mezclan y se relacionan dentro del ecosistema cadavérico. Además de dejar sus huevos en él, las moscas que llegan al cadáver se llevan algunas de las bacterias que encuentran allí y dejan las suyas. Los tejidos licuados que se filtran a través del cuerpo permiten, por su parte, el intercambio de bacterias entre el cadáver y el suelo subyacente.
Se calcula que un cuerpo humano normal está formado por 50 a 75 por ciento de agua, y que cada kilo de masa corporal seca libera 32 gramos de nitrógeno, 10 gramos de fósforo, 4 gramos de potasio y 1 gramo de magnesio, en el suelo que está en contacto con el cadáver.
En un primer momento, la concentración de esos componentes puede destruir parte de la vegetación del entorno, bien por la toxicidad del nitrógeno, bien por los antibióticos que contiene el cuerpo, secretados por las larvas de los insectos mientras se alimentan de su carne. Pero, al final, la descomposición de un cadáver beneficia el ecosistema de los alrededores.
Por eso el análisis bioquímico de la tierra en contacto con un cadáver puede ayudar a los investigadores forenses a calcular el tiempo que lleva un cuerpo enterrado en un lugar determinado. Y dónde, cuándo y cómo la persona murió.
Efectos del entierro
En el calor seco del verano de lugares como Coahuila, un cuerpo dejado a su suerte se momificará antes de descomponerse del todo. La piel perderá rápidamente la humedad, y seguirá pegada a los huesos cuando el proceso haya finalizado.
La velocidad de las reacciones químicas que intervienen en el proceso se duplica con cada aumento de 10º en la temperatura, de modo que un cadáver alcanzará la fase de descomposición avanzada a los 16 días de la muerte en condiciones de una temperatura media diaria de 25ºC. Para entonces, el cuerpo habrá perdido casi toda su carne y empezará la migración masiva de las larvas hacia el exterior del esqueleto.
La momificación
Los antiguos egipcios aprendieron cómo el entorno seco afecta la descomposición de un cadáver. En el período predinástico, antes de que empezaran a fabricar tumbas y féretros, ellos envolvían a sus muertos en lino y los enterraban directamente en la arena. El calor inhibía la actividad de los microbios y ese tipo de sepultura impedía que los insectos llegaran al cuerpo, de modo que los cadáveres se conservaban excepcionalmente bien.
Más adelante empezaron a fabricar tumbas con el fin de asegurarles a los difuntos una buena vida en el más allá, pero el efecto fue el contrario al deseado, ya que al alejar el cuerpo de la arena, la descomposición se aceleró. Esto los obligó a desarrollar el embalsamiento y la momificación.
El embalsamiento implica el tratamiento del cuerpo con sustancias químicas que reducen la velocidad de descomposición. Un embalsamador del antiguo Egipto lavaría primero el cuerpo del difunto con vino de palma y agua del Nilo, sacaría casi todos los órganos internos a través de una incisión a lo largo del costado izquierdo y lo llenaría con natrón (una mezcla con alto contenido de sal, típica del Valle del Nilo). Utilizaría un gancho largo para extraer el cerebro a través de las fosas nasales y luego cubriría todo el cuerpo con natrón y lo dejaría secarse durante 40 días.
En un primer momento, los órganos secos se dejaban en jarras enterradas junto al cuerpo; más adelante, se envolvían en lino y se devolvían al cadáver. Por fin, el propio cadáver era envuelto en múltiples capas de lino a fin de prepararlo para el entierro. Los funerarios estudian todavía en la actualidad las técnicas de embalsamiento de los antiguos egipcios.
En fin, lejos de estar muerto, un cuerpo en descomposición rebosa de vida. Por esta razón, cada vez hay más científicos que ven el cadáver como la piedra angular de un ecosistema vasto y complejo que surge poco después de la muerte, y prospera y evoluciona a medida que la descomposición avanza. (Moheb Costandi/ publicado por primera vez en la revista Mozaico, y ahora en © Ediciones El País, SL. Todos los derechos reservados)