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¿Es posible la democracia sin partidos democráticos?
En su “Teoría de la Democracia” el célebre politólogo Giovanni Sartori, fallecido casi centenario hace cuatro años, afirma que a lo largo de veinticinco siglos la democracia registra largos periodos durante los cuales fue mal vista, sufrió de desprestigio porque fueron “memorables” –dice— sus tropiezos y fracasos. Sin embargo, a partir de la postguerra, es decir, de hace poco menos de ocho décadas, su visión de ella cambió de manera notable. En Occidente (casi) todo el mundo se volvió demócrata. Hasta convertir a aquélla en moderna panacea.
Por lo anterior, en estos años se ha difundido mucho la creencia de que con la llegada y vigencia de la democracia política, concretamente en el terreno electoral, los grandes y complejos problemas colectivos se habrían de resolver automáticamente de manera casi milagrosa. Al no ocurrir así, por desgracia, ha hecho su aparición el desencanto. “La democracia no sirve, no funciona”, se dice. Y aunque no se diga ni se grite tal creencia, se actúa –aun en forma inconsciente— conforme a esa convicción, tal vez equivocada.
Así parezca de Perogrullo, procede recordar que no puede haber democracia sin demócratas. El planteamiento parece obvio, pero para muchos no lo es. Y particularmente en nuestro medio. En general, no estamos formados en la cultura y menos aún en los valores democráticos. Esto no necesita demostrarse. La experiencia de nuestra vida colectiva así lo indica claramente. Nadie será capaz de negar una evidencia tan palmaria. Análisis por separado exige el caso de los partidos políticos.
Si no puede haber democracia sin demócratas, tampoco la puede haber sin partidos políticos. A lo largo de su vasta obra escrita, el mismo Giovanni Sartori así lo afirma categóricamente una y otra vez. Es decir, que un elemento fundamental de todo verdadero régimen democrático es la existencia de un sistema de partidos políticos. No de un solo partido, contrario por definición a la esencia de la democracia, sino de un sistema de dos o más partidos, cuyo número queda en buena medida determinado –de acuerdo a la teoría de Maurice Duverger– por el régimen electoral que se adopte.
Si no puede existir democracia sin demócratas y tampoco es posible la democracia sin partidos políticos, cabe preguntarse: ¿pueden los partidos quedar exentos de la exigencia de ser también democráticos en lo que atañe a su vida interna? ¿O se puede invocar alguna razón que los exima y, de ser el caso, cuál es ésta?
De entrada, la lógica más elemental, vaya, el simple sentido común, indican que un régimen democrático requiere de partidos que también lo sean. Y que lo sean de verdad, en su organización y funcionamiento, no meramente de simulación.
La Constitución establece que los partidos son “entidades de interés público”. Esto significa que el orden jurídico puede, debe, disponer los principios que los modelen. Si la Carta Magna define que el Estado mexicano se constituye en una República democrática, según se lee en su artículo 40, y si los partidos “tienen como fin promover la participación del pueblo en la vida democrática –como dice a su vez el artículo 41 constitucional–, (para) contribuir a la integración de los órganos de representación política”, derivarían de plano los partidos en instrumentos disfuncionales si su actuar fuera contrario a los principios y a las prácticas democráticas.
En otras palabras, imposible construir democracia a través de medios antidemocráticos.
En congruencia con lo anterior, la Ley General de Partidos Políticos (LGPP) ordena en su artículo 25, numeral 1, que es obligación de éstos “conducir sus actividades dentro de los cauces legales y ajustar su conducta y la de sus militantes a los principios del Estado democrático”.
Además, el artículo 39, numeral 1 (de la LGPP), dispone que los estatutos de los partidos establecerán “las normas y procedimientos democráticos para la integración de sus órganos internos”, así como “para la postulación de sus candidatos” (incisos e y f).
¿Entonces por qué los partidos han establecido como práctica generalizada seleccionar a sus candidatos por el llamado método de designación, conocido popularmente como “dedazo”, o a través de encuestas misteriosas o de tómbolas dirigidas? Esto explica el descrédito en que han caído los partidos y que a su vez ha contaminado de desprestigio a la democracia electoral misma.