Usted está aquí

Equilibrio de fuerzas

Ilustración: Juan Pablo Carrizales Samperio (6 años)
Si hemos de atestiguar una discusión, que sea entre dos eminencias para obtener algo de provecho

Tal vez un día nos repitan en función sabatina de box por televisión abierta la única, épica y bíblica confrontación entre el campeón de los Pesos Súper Pesados por el ejército filisteo, Goliat; contra el retador y futuro Rey de Israel, joven promesa de la División Mini Mosca, el Profeta David.
      —Oye, ¿y cuál es Goliat?

      —El de pantaloncillos claros con franjas rojas.

      Con excepción de aquel legendario “match” creo que al respetable le interesa ver encuentros más bien equilibrados, confrontaciones en las que ninguno de los contendientes tenga una clara ventaja. Es decir, nos gusta que las peleas estén parejas. ¡Si no qué chiste! Pasa que no hay nada más aburrido que un encuentro predecible.

      A la hora de debatir es exactamente lo mismo: nada más patético que ver a un mal mentiroso, escaso de labia y pobre en argumentos refutándole a una reata asistida por toda la retórica, abriéndole paso con argumentos impecables a la demoledora verdad.
      En pocas palabras, resulta también muy deplorable ver a un docto discutir con un pendejo.

      Si hemos de atestiguar una discusión, que sea entre dos eminencias para obtener algo de provecho (tesis, antítesis, síntesis); o ya de perdido entre dos viejas de quinto patio para divertirnos como se cuenta suele divertirse la gente de talla pequeña (soy chaparro, pero no me consta). Lo que sea, pero que las fuerzas estén equilibradas.

      Cuando los hechos que están a discusión difícilmente nos constan y las partes involucradas defienden posturas radicalmente opuestas, tenemos una situación de “es su palabra contra la mía”, lo que significa que la persona con mayor solvencia y reputación probadas se adjudicará una victoria provisional en tanto surja evidencia que determine quién tenía la razón. ¡Órale!

      El Gobierno del Estado, cuyo actual régimen transexenal ya cumple una década, atraviesa por su más grave crisis de credibilidad. No sólo el monarca del Moreirato Temprano, Humberto Primero, es objeto de duros señalamientos e impugnaciones doquiera que ose asomar su carota, sino que la actual administración, el Moreirato Tardío, se vio por fin embarrada de la melcocha que a borbotones mana de una cloaca que a bien tuvieron destapar las autoridades del vecino Estado de las Seis Banderas, Texas.

      Muy al pesar del Gobierno, se “viralizó” la semana pasada una nota publicada por Proceso, en la que se refiere que un testigo de la Fiscalía texana, señaló en sus declaraciones a la administración de Rubén Moreira como destinataria de un importante envío de dinero del crimen organizado.

      Más concretamente, el testigo señala que él, siendo operador del cartel más peligroso del noreste de México, supo de una cuantiosa suma de dinero destinada para el Gobierno Estatal. ¿Qué tan cuantiosa? Lo suficiente para ser transportada en una Suburban llena de maletas repletas de dinero. Versiones aseguran que podríamos estar hablando hasta de dos millones de dólares (¡Y el dólar a 19 pesos, Dios!).

      A través de distintas declaraciones, el Gobierno lo ha negado todo categóricamente como sería de esperarse. Y es que en efecto, no es cosa de contestarle a cualquiera que asegure tener la llave del armario donde guardamos nuestros esqueletos.

      Las declaraciones del testigo son por sí mismas relevantes, no obstante para los coahuilenses y para nuestra relación con el Gobierno son de especial importancia.

      Y a falta de amigos delincuentes o de amigos en el Gobierno (que es básicamente… Bueno, ya “usté” sabe, lo mismo pero más barato), a falta de quién nos pueda aportar alguna luz, nos vemos ante un caso de versiones contradictorias apoyadas en nada más que la palabra de quien lo dice. ¿A quién creerle?

En primera instancia, parece muy sencillo: Uno es un hampón confeso, con un pasado que lo involucra en el peor episodio de que tenga memoria la sociedad mexicana y que, motivado sólo por el temor, coopera con la autoridad extranjera.

      El otro en cambio es la máxima autoridad de una de las 32 entidades  que conforman a esta Nación, ha sido legislador federal, es un hombre estudiado y leído (o eso se dice) y en síntesis es el señor Gobernador, personalidad reforzada por todas las facultades de su investidura.
      Es pues, la palabra de un facineroso contra la del titular del Poder Ejecutivo en el Estado. Aparentemente no deberíamos tener dudas sobre a quién creerle, las fuerzas en este debate estarían disparejas, pero…

      El maleante no deja de ser un testigo valioso, un antiguo operador y jefe de célula para el más temible grupo delincuencial. Como malhechor, es en verdad un malhechor de primera.

En cambio el Gobernador inició su gestión a la sombra del nepotismo y la corrupción, después se ha conducido con discrecionalidad, como Mandatario deja mucho que desear y me atrevo a decir que es pésimo.

      Tenemos entonces la palabra de un excelente delincuente contra la de un mal gobernante. Y no sé usted pero al menos para mí, bajo este criterio, las argumentaciones de uno y otro son de una fuerza bastante equilibrada y son esos duelos de los que vale la pena estar muy pendientes.

petatiux@hotmail.com 
facebook.com/enrique.abasolo