Epígrafe: El Estercolero

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Epígrafe: El Estercolero

Nuestro colaborador nos regala un texto que pudiera no ser de su agrado pero que pone en la mesa un tema ‘necesario’, la política mexicana

La única condición que nos pusimos como autores fue responder, en un primer capítulo autobiográfico,
a una adaptación mexicana de la pregunta que se hace
Santiago Zavala en “Conversación en la Catedral” [de
Mario Vargas Llosa]: “¿Cuándo se jodió el Perú?”:
¿Cuándo se jodió México?: ¿En qué momento se chingó
este pinche país?

Alejandro Rosas y Ricardo Cayuela Gally

Cuando hay ocasión de leer los textos de algunos pensadores y sociólogos mexicanos y latinoamericanos me sorprende su capacidad de observación, de analogía, de análisis y de crítica, porque carezco de todas esas habilidades, especialmente cuando se trata de política, aunque sepa que todo, incluso el arte, está empapado de ella.

Leo las columnas y los artículos de los editorialistas de este periódico -“Vanguardia”- y me asombra, con frecuencia, la lucidez de algunos de ellos. Unos con objetividad, otros con humor ácido, otros más con causticidad, muchos nos ofrecen una esclarecedora panorámica de lo que sucede en ese mar de oleaje siempre turbulento en el que naufraga nuestra “política”.

Utilizo comillas al hablar de “política mexicana” porque nada me parece más lejano de la política en el sentido etimológica y digamos clásico y estricto del término. Un ejercicio político como el que se practica en nuestro país puede ser cualquier cosa, menos política. ¿Cómo llamarlo? No tengo la menor idea. Mojiganga, tal vez, o esperpento, y de pésima calidad.

Desde hace siglos “la política” mexicana es corrupta, turbia, hipócrita, hedionda, mentirosa, sucia y tramposa. Todos sabemos que en México el discurso “político” gravita entre las nubes olímpicas de la más hueca retórica y el engaño más verboso y beckettiano que podamos imaginar, y que la realidad social se arrastra entre los matorrales y la castigada geografía de un país larga y amargamente traicionado por sus “líderes”.

No me interesa demasiado esta “política”, lamento decirlo, aunque me interesa la política, pues con el paso y el cedazo del tiempo, su suceder va convirtiéndola en historia, y ésta sí que me apasiona. Pero discutir las máscaras de Peña Nieto o los miles de millones de pesos, dólares o euros -¿a tales alturas qué importa?- robados por el Señor ex-Gobernador de Veracruz Javier Duarte… me producen no sólo tristeza sino también sentimientos de impotencia y de rabia, como sucede a millones y millones de mexicanos de a pie.

¿Qué hacer con México? ¿Qué hacemos con México y por México? ¿Creer en la “democracia”, en la llevada y traída y tan traicionada “revolución”, en “el cambio” que han abanderado los propios responsables de su miseria, en la “Constitución”, en su interpretación de “la justicia” y “la legalidad”, “la igualdad” y “la equidad”? ¿Creer en “la transparencia”, a través de la cual, desde hace años, nuestros “políticos” pretenden obligarnos a atisbar un México que sabemos meramente escenográfico?

No soy eficiente -si es que para algo lo soy- cuando se trata de hablar sobre “política mexicana”, aunque a pesar de todo me incumba. Me importa su doloroso presente y su no menos triste pasado: sabemos que antes de la llegada de los españoles, ya había atroces desencuentros entre los pueblos prehispánicos. Gracias a algunos de esos desencuentros, Cortés y la turba de convictos que lo acompañaba pudieron conquistar una cultura que, en realidad, era un grupo de culturas, y ésta, a su vez, la suma de civilizaciones más antiguas y deslumbrantes.

Nosotros somos otra suma: la que arrojó una múltiple colisión sanguínea, incluyendo, claro, la dosis de sangre negra que fluye por todas las arterias del globo, para irritación de muchos. Romanos, godos, hebreos, árabes, españoles, negros, indígenas y algo más: eso somos nosotros. ¿Dónde buscar el origen de nuestra ineptitud política y -a pesar de “la independencia” y “la revolución”- de nuestra estrepitosa mediocridad política y económica? ¿En las “reformas estructurales” o en algo parecido? Habrá que esperar a que la UNAM, o cualquier otra universidad mexicana, encuentren alguna respuesta en sus investigaciones en torno del ADN. Porque de que algo sucedió en nuestro ADN, de eso podemos estar casi seguros.

De ese descubrimiento, de esa respuesta o de una lobotomía colectiva dependen el presente y el futuro de este país, siempre que esa lobotomía sea realizada por un equipo de cirujanos verdaderamente democráticos. ¿Existen o son entidades tan etéreas como la “reforma educativa” o figuras aún intocables e inefables como las del presidente, el gobernador, el diputado, siniestras encarnaciones del tlatoani mexica?

Mientras escribo esto, pienso en el libro “El México que nos duele” (2011), de Alejandro Rosas y Ricardo Cayuela Gally, que –entre otros de muy diversa clase- leo en este momento, y pienso también en una leyenda colonial, la de “La Llorona”. No pretendo ser ni paradójico ni sarcástico: creo con firmeza en la tesis de que todo mito, todo símbolo, todo personaje idealizado por los pueblos encierran una profunda verdad. Y nuestra Llorona –versión mexicana de una leyenda multinacional- no es una excepción.

Pero ¿por quién llora esta mujer indígena que pasea sus lamentos por las calles sinuosas de la Nueva España y clama por sus hijos engendrados con la colaboración de un español de alto rango? Al enterarse de la traición del atractivo peninsular, quien casó con una española de alcurnia, la joven nativa asesinó a sus tres hijos para luego suicidarse. 

“Traición” es una palabra –y un acto- que fatalmente se repite a lo largo de nuestra historia, la prehispánica, la colonial, la “independiente” y el abigarrado estercolero que le sigue. Un cuento de Elena Garro se llama nada menos que “La culpa es de los tlaxcaltecas” y forma parte de un libro al que la Garro llamó “La semana de colores” (Universidad Veracruzana, 1963). La culpa: la traición.

¿Por quién clama y se lamenta La Llorona? Por nosotros, evidentemente. Por ese humano río mestizo que ha transportado en sus aguas híbridas la estirpe de los mexicanos, “siempre ensimismados en su pasado”, como diría Borges. Llora por nosotros, que no hemos podido esculpir una identidad, una “patria”, un sistema de gobierno verdaderamente democrático, un pueblo unido en su espléndida diversidad, una res-pública; llora por todos esos líderes de pacotilla que han traicionado sistemáticamente a este país; llora por la traición, una traición histórica. Llora por ella misma y por nosotros, los pobrecitos mexicanos.

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