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Epidemivagaciones
¿Qué decir ante el tenebroso espectáculo de una epidemia como la que asola al mundo desde hace varios meses? ¿Qué hacer, además de utilizar cubrebocas y gel antibacterial, y de observar otras medidas de mínima seguridad?
Como pocas veces, he estado observando un largo rato el teclado de esta máquina antes de escribir las primeras palabras. No sé cómo iniciar este texto. No sé qué decir. Mi propósito era el de redactar un diálogo en lenguaje coloquial sobre otro asunto, pero lo que veo en torno mío, lo que escucho, lo que todos vivimos cada día es tan agobiante que he desechado ese coloquio.
Como en los últimos días he leído a través del oído cuentos de horror y narraciones detectivescas, supuse que no sería mala idea hablar de ellos. Hoffmann, Poe, Lovecraft, Conan Doyle, Patricia Highsmith y otros como ellos siempre son un gran tema. “¿En este momento? –pensé-. ¿Escribir sobre horror y novela negra en este momento? No. Eso sí sería un inmenso pleonasmo. (¿Lo es?). ¿Qué mayor horror que éste?”.
Desde hace mucho tiempo me han interesado profundamente los caminos que ha recorrido la poesía desde digamos el Modernismo –el de Darío-, o antes, hasta ahora: si es “pura”, si es “comprometida”, si es “visual”, si su origen es oral o escrito, si es “convencional”, si es multimedia e interdisciplinaria. En los periodos más duros de la historia de la humanidad la poesía siempre ha estado ahí, haciéndose, reinventándose, volviéndose a definir e interpretar.
En tiempos de paz, de guerra, de epidemia, de crisis de cualquier índole: la poesía está presente siempre, engalanada por la más exquisita retórica o desnuda, como la quiso Juan Ramón Jiménez. Cursi o sesuda, melosa o conceptual, austera o melodramática, la poesía sigue increíblemente viva entre los seres humanos, aunque no sea tan frecuentada como en otros tiempos.
Este momento no es una excepción, por muy virtuales que nos creamos. Pero veo algo extraño en esto: por un lado la tecnología digital parece habernos convertido en entes airosamente pragmáticos –especialmente a los jóvenes-; por otro, hasta los adolescentes se ven imantados por esa suerte de bisutería seudo lírica de la “autoestima” y se envían memes de caramelo sintético y de rara y sobada espiritualidad.
Advierto en este fenómeno el perenne problema: las masas elaboran una cultura que poco tiene que ver con Eliot, por ejemplo, en el sentido más hondo de la idea. O una poeta como Rocío Cerón –otro ejemplo- hace una poesía que no sé si llegue a las bases de la sociedad. Hay grandes abismos entre una forma cultural y otra. No sé si está bien o mal. Y no sé si deba plantearse así, en términos éticos: “bien”, “mal”. El hecho es que una canción de José Alfredo Jiménez puede ser cantada de memoria por medio México, o casi todo México, pero no sucede algo más o menos equivalente con un poema de José Emilio Pacheco o de Coral Bracho.
En medio de la epidemia vemos reflexionar, entre otros, a dos pensadores como el esloveno Slavoj Zizec y el surcoreano Byung-Chul Han en torno del tema desde puntos de vista divergentes pero igualmente lúcidos, aunque muchos desestimen las opiniones del segundo y prefieran las opiniones del primero.
Las artes visuales han hecho, más bien, el ridículo ofreciendo obras de cuestionable calidad, además de oportunistas. Pocos creen en “escultores” o “artistas conceptuales” que reciclan piezas para adaptarlas al momento presente de la catástrofe. Ah, sí, el mercado del arte…
En este sentido, la cultura “popular” se presenta como una opción menos tramposa: el cantante Carlos Rivera, en México, ha grabado una canción cuyo objetivo es animar a la sociedad para que resista; el talentoso Paul McCartney ha hecho lo propio, lo mismo que otros autores e intérpretes de música pop, e incluso de “clásica”, a quienes se aplaude desde las ventanas y los balcones o desde las redes sociales.
Es difícil echar a andar los mecanismos de la creatividad cuando el mundo atraviesa por un periodo tan escabroso. Entre muchas, recuerdo ahora dos películas extraordinarias: “El séptimo sello” (1957), del sueco Ingmar Bergman, y “Melancolía” (2011), del danés Lars von Triers. Bergman ofrece la imagen de una Edad Media asolada por la peste en la que vemos escalofriantes y fanáticas procesiones religiosas y un auto de fe; von Triers, por su parte, nos planta frente una catástrofe cósmica que presuntamente borraría nuestro planeta de la infinita faz del universo.
¿Podemos pensar en un fin de la humanidad? Suena demasiado dramático, lo sé. Pero también sé que nada en la Tierra es infinito. No es necesario ser físico o astrónomo para contemplar lo evidente: los seres nacen y mueren. Lo mismo sucede con todo lo demás. Hasta las especies nacen y mueren. Mueren las estrellas y otros cuerpos celestes ante la indiferencia del universo. En el operístico límite de esta reflexión, preguntaría con ingenua zozobra: ¿morirá todo lo que con tantos e indecibles esfuerzos ha costado construir a la humanidad y la humanidad misma? ¿Es ése nuestro destino? La respuesta es: sí, por supuesto.
Pero no será la actual pandemia la causa de nuestra aniquilación. Quienes inventaron esta pesadilla deben tener la capacidad de despertarnos de ella. Y tendrán que hacerlo, a menos que los mismos Innombrables quieran morir. ¿Deseaban acabar con “los estorbosos”? Bien, parece que lo están logrando, aunque han lanzado la bañera junto con el niño, pues muchos jóvenes y hasta niños están muriendo también, no sólo los ancianos, es decir, “los inútiles”, según esa suprema y ambigua cúpula.
Termino con Paul Auster, un narrador que es mucho más poeta que muchos de los que saturan el ambiente. Las siguientes líneas pertenecen a su autoficcional “Diario de Invierno”: “…y en el momento en que tu cuerpo toma contacto con la silla te das cuenta de que estás sin fuerzas, desprovisto de todo vigor físico, de toda energía emocional, extenuado de una forma que nunca habrías imaginado que fuera posible, tan abatido que piensas que en cualquier momento vas a romper a llorar”.