Entre prolegómenos y palabras mágicas

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Entre prolegómenos y palabras mágicas

Foto: Internet.

Uno de los cuentos que más me impresionó en la infancia fue “Alí Babá y los cuarenta ladrones”. Tengo dos motivos: el primero fue la imagen de los hombres muertos por aceite hirviendo en jarrones; el segundo, la frase “Ábrete, sésamo”. En la historia, Alí descubre una cueva llena de tesoros donde había que pronunciar las palabras mágicas para entrar y salir. Yo no tenía idea de qué era un sésamo, pero me encantaba la fortaleza imperativa de su sonido. La usaba particularmente en las puertas de los ascensores (las únicas automáticas que recuerdo en ese entonces). ¡Ábrete, sésamo! ¡Ciérrate, sésamo! Y la puerta obedecía. Ahora, para mis clases de lingüística, leo el libro “Prolegómenos a una teoría del lenguaje” de Louis Hjelmslev, un título solemne y chistoso a la vez (esa pasión mía por los esdrújulos). Extraño los ayeres donde entendía los avatares de la lengua con fantásticos relatos que nos ofrece la literatura. Compartiré los más memorables.

En “La historia interminable” de Michael Ende, la Nada está a punto de consumir Fantasía. Para salvarla, se necesita que un niño dé otro nombre a la Emperatriz Infantil y a todas las cosas del reino. Al nombrar damos existencia al mundo, algo muy adánico. Otra metáfora lingüística bella que nos regala esta obra es el personaje de Uyulala, la voz del silencio. Nadie puede verla y solo contesta a quien le hable en verso. “Soy un latido / siempre a la espera”, dice. Pues para vencer al silencio, la poesía. De adolescente también me sorprendí con el león Aslan (representación de Dios), quien creó Narnia con una canción. Al igual que en la Biblia, “en el principio era la palabra”.

Quizá mi novela favorita que une lingüística y literatura es “La ciudad de cristal” de Paul Auster. Se trata de Quinn, un escritor que recibe una llamada equivocada en la que preguntan por el detective Paul Auster (sí, igual que el autor). Quinn se hace pasar por el hombre y conoce a un excéntrico Peter Stillman, quien teme de su padre y pide vigilarlo. Resulta que Peter hijo tiene problemas de lenguaje y al adentrarnos en la trama sabemos que fue víctima de un macabro experimento. El señor Stillman, reconocido lingüista, se obsesionó con la idea de la lengua primitiva y encerró a su niño sin contacto humano para saber si “hablaría” por sí mismo. 

A lo largo de la novela aparecen teorías reales, como la monogénesis y poligénesis a la par del mito de Babel, referencias a Heródoto, John Milton y Montaigne. Auster menciona algunos casos reales como el de Alexander Selkirk, el marino que inspiró Robinson Crusoe, quien había vivido en una isla solo por cuatro años. Aparece Peter de Hanover, un niño salvaje encontrado a los 14 años, nunca aprendió a hablar; y otros como  Víctor de Aveyron y Kaspar Hauser. Pero la historia más insólita es la de ficción, la de Stillman padre. Tal vez muchas personas imaginen a los lingüistas como ratones de bibliotecas, tranquilos y aburridos, pero nada más lejano de la realidad. El gramático latino Marco Terencio Varrón, por ejemplo, tuvo una vida tan pintoresca y épica como la de Ben-Hur (aún me pregunto por qué no le han hecho película). Ferdinand de Saussure, de familia artística e interesante, es un completo misterio. Los lingüistas del círculo de Praga fueron perseguidos en la Segunda Guerra Mundial y algunos murieron antes de ver la herencia de sus obras. 

La pregunta de qué es la lengua, por qué hablamos, seguirá creando serias teorías lingüísticas y maravillosas historias literarias. Para abrir la ventana a nuevos mundos, siempre es necesaria la palabra, así como Alí Babá accedió al tesoro cuando aprendió la frase correcta.