Enrique Cantú: La Ordenada Belleza

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Enrique Cantú: La Ordenada Belleza

Là, tout n'est qu'ordre et beauté,
Luxe, calme et volupté.

[Allá, todo es orden y belleza,
Lujo, calma y voluptuosidad.] ​


Charles Baudelaire

La aristotélica noción de “mímesis” ha sido largamente discutida por los teóricos del arte a lo largo de la historia. El filósofo de Estagira la empleó para designar una de las características de la tragedia griega en su obra “Arte poética” o “De la poética” (335 a. C.).

Desde entonces, el término se ha utilizado en muchos ámbitos, incluyendo, claro, el de las artes visuales. Pero ¿qué se entiende por “mímesis”?

Muchos opinan que su significado es: “imitación”. Eso es lo que afirma, por ejemplo, el diccionario de la RAE, añadiendo que puede pronunciarse como una palabra esdrújula –mímesis- o como una grave –mimesis-.

A partir de esta definición se han elaborado las más sofisticadas teorías y se han librado las batallas más acusadas. En el fondo, los motivos son casi siempre ideológicos.

Colocaría la obra de Enrique Cantú en el centro de esta antigua diatriba: ¿sus óleos “imitan” o “representan”? Y si se trata de lo segundo, ¿qué representan?

“Memoria Involuntaria”, la muestra retrospectiva de este pintor regiomontano, se exhibe actualmente en la Galería del Centro Cultural Teatro García Carrillo.

El nombre de la exposición ya es elocuente, si se toman en cuenta la obra de Marcel Proust y las ideas del filósofo francés Henri Bergson, del poeta Charles Baudelaire y del filósofo alemán Walter Benjamin, quien estudió minuciosamente esa “la memoria involuntaria” en Proust.

He aquí, pues, dos caminos que se interceptan: la “mímesis” y “la memoria involuntaria”. En sus cuadros Enrique Cantú representa imágenes que son producto de una evocación regida mucho menos por la voluntad que por la ensoñación o el “desprendimiento”.

¿Podemos llamar a esto último “iluminación profana”, como lo hace Benjamin? O bien, para decirlo con más precisión, ¿ese “desprendimiento” es la puerta de acceso a una “iluminación profana”, como se advierte en algunos poemas de Baudelaire y en muchos pasajes de “En busca del tiempo perdido”?

Mímesis: la obra de Enrique Cantú es estrictamente figurativa y, dada su formación como arquitecto y diseñador gráfico, su idea de la composición se ofrece ordenada, casi de manera aséptica, sobre el lienzo. Presenta lo que representa y algo más. Ese “algo más” no es sino aquello que caracteriza su pintura y que tiene que ver con lo que él denomina, eufemísticamente, “memoria involuntaria”.

Pero ¿qué nos hace ver el artista a través de esa memoria involuntaria? Para responder esta pregunta no bastan treinta obras, que son las que se exponen ahora, sino mucho más. Sin embargo, no se trata de explorar toda su obra, sino esta colección que el pintor presenta bajo ese nombre genérico.

A lo largo de esta muestra, el espectador se enfrenta a retratos, bodegones, escenas de alcoba, escenas intimistas –a lo Vermeer-, desnudos masculinos, alegorías y otros; también a géneros que pueden inscribirse en las esferas del surrealismo, el minimalismo, el hiperrealismo.

Es evidente la depuración de una técnica: la pincelada en los cuadros de la primera etapa –los años 90- parece impresionista; conforme avanza –año 2000…-, el pigmento es aplicado uniforme y suntuosamente sobre la tela y los cuadros ganan colorido.

El dominio de la figura humana no es tan eficiente como el de los objetos: cumple con la calidad del entorno, pero no alcanza ni la expresividad ni la destreza que observamos en un “Sillón dorado”, por ejemplo, o en otros cuadros en los que los muebles y los objetos de la vida cotidiana –de cierta clase social- son tratados con el esmero de un arquitecto.

Varios de estos lienzos son interesantes por su factura y por su atmósfera: el breve comedor –“Señal”, 2007- en el que vemos una mesa puesta ante una ventana abierta; sobre la mesa, una fuente de cristal, un plato acompañado de cubiertos de plata, un cuenco de porcelana…; más allá, una lujosa cajonera de madera fina, y al fondo, una ventana a través de la cual vemos los tejados de algunas casas más o menos elegantes.

Uno de los más interesantes es, justamente, el óleo “Desprendimiento” porque se trata de una “puesta en abismo”: lo que vemos es el reflejo que proyecta un espejo. Es decir, no vemos a la mujer retratada, sino su imagen reflejada en el espejo: vemos el espejo. A los lados, descansan dos candelabros dorados de múltiples velas, y de la parte superior, pende una araña de –al parecer- cristal cortado.

“A donde van a morir los pájaros” es otro cuadro sugestivo: dos personajes, un sofá sobre el cual descansa la mujer, una silla donde de espaldas un hombre lee, una estancia y otra más allá, casi vacías. ¿Qué lee este hombre? ¿Qué hay entre ambos?

Los últimos lienzos de la muestra representan juguetes sencillos y “populares” que parecen de lujo. Aquí, el pintor libera su paleta y el color estalla como en ningún otro de sus cuadros: es el trabajo de un diseñador aplicadísimo.

Todas estas obras expresan lujo y “gran mundo”, como diría Proust: muebles finos, copas de cristal, botellas de vino tinto, libros de editoriales caras, objetos y muebles exquisitos, en fin. Se trata de una realidad cerrada y digamos “aristocrática”.

Pero tras esta refinada escenografía y al margen de la composición un tanto rígida que vemos en cada uno de los cuadros, acecha una suerte de angustia, un dejo de vacío. Me pregunto si ésta es la “memoria involuntaria” a la que alude el artista.

Hay algo tras la ligeramente forzada composición de “El bramido” (2002): al fondo, el retrato del artista; en primer plano, un ciervo en actitud convulsa. Ni “mímesis” ni “memoria involuntaria”, sino consignación de un código secreto cuyo esclarecimiento implica al pintor mismo y a quien observa la metáfora.

Porque más allá de la “imitación” o de la representación y más acá de la “memoria involuntaria” –que en este caso no lo es tanto-, importa lo que el artista apenas se atreve a decir, y si lo hace, echa mano de un recurso poético: la metáfora, como he dicho, o la alegoría.

Lo que parece quedar claro es el discurso dual del pintor: Enrique Cantú es, al mismo tiempo, un representante de la sorda angustia posmoderna pero también un hedonista cercano a Baudelaire y a Matisse. Basta recordar el óleo que éste pintó en honor del autor de “Las flores del mal” y cuyo título -“Lujo, calma, voluptuosidad”- extrajo de uno de sus poemas: “Invitación al viaje”.