En una melancólica mañana de otoño

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En una melancólica mañana de otoño

Keiko Ogawa es una artista nacida en 1974. Desde el año 2005 radica en Barcelona, ciudad en la que ha exhibido su obra, integrada por piezas —muchas, autorretrato—, que refieren mundos íntimos y solitarios, en atmósferas de calma. Recuerdan un poco la obra de Edward Hooper en la presentación de ambientes solitarios, pero la diferencia con él es que Ogawa transmite tranquilidad, mientras que Hooper causa una cierta desazón. Los cuadros de este último producen a ratos desaliento, y otros hasta inquietud: a la vista, hombres y mujeres que habitan en punzantes aislamientos.

Un cuadro de Ogawa me produjo impresión esta semana. La relación con la obra de arte es única e intransferible, eso la hace mágica para quien la observa. Titulada “Casa amarilla del té”, muestra dos escenas. En el primer plano, aparece una alfombra que bien puede recordar el bello trabajo de los sarapes saltillenses, sobre unas baldosas rojas y amarillas, unas descarapeladas, otras no, baldosas como muchas de las que aún se conservan en Saltillo, pertenecientes a nuestro ya ido siglo XX.

En ese mismo primer plano, hay una silla de trazo sencillo, sobre la cual cuelga un cuadro en la pared, que nos invita a otro plano dentro de la misma habitación; y una mesa de recia madera que apenas y del jarrón con flores encima de ella.

En una segunda habitación, una joven sentada sobre un sillón sostiene, mirándola reconcentrada, una taza. De rasgos japoneses, vestida con falda y un suéter ligero. La habitación del primer plano es amarilla; la que ocupa nuestra protagonista, verde.

Como la obra en general de esta artista, es un cuadro intimista. La protagonista del cuadro no muestra ni dolor, ni angustia, ni preocupación. Los objetos que la rodean acusan deterioro y podríamos imaginar que la joven se ha sentado luego de una jornada de trabajo.

Y es en este punto donde deseo concentrarme. En la Feria del Libro de Guadalajara, actualmente transmitiendo por internet conferencias y presentaciones de libros, el sábado anterior Ángeles Mastretta compartió en su charla que cuando fue a un pequeño pueblo de Italia a presentar uno de sus libros, le llamó la atención la cantidad de personas que se había reunido para escucharla.

Se preguntó: “¿Qué es lo que hace que pobladores de estas tierras, tan alejados geográficamente de las mías se sientan atraídos por la historia de esta novela?”. Lo que ocurre, dice la escritora, es que a la gente le gusta identificarse con las historias que puedan formar parte de su propia existencia.

Y al escucharla, pensé en cómo el cuadro de Ogawa puede hacer partícipes a sus espectadores de una parte de la historia relatada en el lienzo. La imagen de la alfombrilla y sus diamantes tejidos en ella; la de las flores sobre un mueble de madera antiguo, resaltando delicadeza y fortaleza de unas y otro; la joven pensativa que queda así suspendida en el tiempo y puede cualquiera, en cualquier punto del mundo, desde Turquía, hasta el mismo Saltillo, sentirse identificada con ella y con la escena; la silla, de muy marcada sencillez; y el cuadro, ese cuadro que invita a otro plano y cuenta otra pequeña historia, como la que la escritora Ángeles Mastretta refería que gusta tanto a la gente. En él sí habita una suerte de desolación parecida al estilo de Hooper: lo que parece ser un árbol seco en una avenida de la ciudad y unos viejos edificios. Al igual que las habitaciones de “Casa amarilla del té”, el cuadro pincela un vago deterioro.

Las pequeñas historias aguardan a cada vuelta de la esquina. Posible toparse con ellas en la voz de Mastretta y distinguirlas en los lienzos de Ogawa en una melancólica mañana de otoño.