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En un debate, hasta un gesto puede ser clave para ganar o perder
Sin la rigidez de los debates realizados en México, las experiencias internacionales dan cuenta de frases o escenas decisivas no sólo para los encuentros, sino también para el rumbo de la elección. Una mirada indiscreta al reloj que revela hartazgo y ansiedad; una desaliñada figura que proyecta descuido o una frase demoledora que descoloca al adversario han sido claves a lo largo de la historia de estos sucesos en el mundo.
Entre el dinamismo que los caracteriza en Estados Unidos o las prolongadas discusiones en Francia, hay una gran diversidad de formatos: el activismo de los moderadores que desequilibra a los participantes; la presencia de cuestionamientos del auditorio o una intensa confrontación entre dos contendientes caracterizan las confrontaciones verbales en otros países.
Encuentros en los cuales no sólo la esgrima verbal o las frases contundentes cuentan para vencer por nocaut: la imagen a lo largo de la historia también ha sido trascendental.
Las referencias al primer debate televisado en Estados Unidos son un manual de las imposturas que pueden conllevar a la derrota. Fue en septiembre de 1960 en la ciudad de Chicago cuando el encuentro entre el vicepresidente de extracción republicana, Richard Nixon, y el senador demócrata John F. Kennedy capturaría una audiencia que alcanzaría 60 millones de personas.
La imagen desaliñada de Nixon –quien declinó que le aplicaran maquillaje– y su rostro sudoroso como secuela de malestares físicos, frente a la pulcra presencia de su adversario, señalan las crónicas de la época, inclinaría la percepción social a favor del demócrata.
Las interpretaciones sobre lo ocurrido generarían un mito: quienes lo escucharon por radio, apreciaron el triunfo de Nixon, quienes lo vieron por las pantallas se inclinaron por Kennedy, a decir de las encuestas. Nacía la era de los debates televisados en Estados Unidos.
Desde entonces se fue sofisticando la preparación de los participantes y ponderando los puntos débiles de los adversarios para contratacar. Dos décadas después, en 1984, el septuagenario presidente republicano Ronald Reagan –para entonces ya el más viejo de la historia estadunidense– buscaba la relección y confrontaría al demócrata Walter Mondale, quien había hecho eco de las críticas al mandatario por su avanzada edad: No voy a convertir mi edad en un tema de esta campaña. No voy a explotar, por razones políticas, la juventud y la inexperiencia de mi opositor, reviraría Reagan, quien ganaría la relección.
También en pos de ser reelecto, en 1992, George Bush padre confrontaba al gobernador de Arkansas, Bill Clinton, habilidoso orador. En las postrimerías del encuentro, una toma indiscreta de las cámaras lo sorprendió viendo el reloj. Nunca logró desprenderse de la imagen de hartazgo que proyectó y semanas después saldría abatido de la Casa Blanca.
A diferencia de México, en Estados Unidos se apuesta a que pueden ser decisivos en la contienda y la última experiencia entre Donald Trump y Hillary Clinton mostró el descarnado nivel que alcanzaron: es una mujer repugnante, lanzó con la irreverencia que le caracteriza Trump. Era un tono que reflejaba la polarización de la sociedad estadounidense.
La visión francesa de los encuentros dista del vertiginoso formato en Estados Unidos. El debate presidencial de 2017 entre los 10 candidatos que aspiraban a llegar al Palacio del Eliseo se prolongó cuatro horas.
Apenas cinco años antes, el intenso duelo entre Nicolas Sarkozy y Francois Hollande capturaría la atención de la audiencia por casi tres horas: Usted es un pequeño calumniador dijo Sarkozy a Hollande.
–Yo voy a evocar todo lo que se ha dicho de mí. Usted quiere que haga una lista donde todos sus amigos me han comparado con no sé qué bestiario, con todos los animales del zoológico –reprochó Hollande.
–Este no es un concurso de chistes –reviró agriamente Sarkozy, quien se enfiló a la derrota.
En la región latinoamericana estas confrontaciones también distan de los anticlimáticos encuentros en México. Incluso, la idea de la silla vacía de Andrés Manuel López Obrador en 2006 no era algo original.
Había ocurrido ya en Argentina en 1989, a escasos días de la elección. Convocados por una televisora Eduardo Angeloz, de la Unión Cívica Radical, esperaría infructuosamente al puntero Carlos Menem. Con la pantalla partida en dos tomas, una para mostrar el espacio vacío de Menem y otra con Angeloz desencantado por la escena.
El ejercicio se convirtió en una suerte de terapia en la que la voz en off del moderador le inducía a desahogarse y hablar sobre su sentir por el desaire.