En sus habitantes, en sus sierras, sus desiertos y sus mares…

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En sus habitantes, en sus sierras, sus desiertos y sus mares…

Fresca, jugosa, el sabor de la tuna tiene un algo de silvestre, un dejo medio salvaje que hace imaginar tiempos de antes. Una similar reminiscencia a la que llegamos a experimentar frente al fuego, hipnótico, que nos pone en la piel la misma sensación que experimentaron nuestros ancestros.

Me hace pensar en los antiguos pobladores de estas tierras, yendo de un lado para el otro, y topándose de pronto con un magnífico nopal cargado de tunas. Uno de los sabores más agrestes y a la vez dulces, más pegados a la naturaleza misma, y en el encuentro de la esencia, la sustancia, de un ser mexicano.

En este mes, las imágenes, los sabores, las sensaciones se agolpan a modo de cascada de recuerdos, para formar con ellos un emocionado canto a la mexicanidad.

A la distancia, en estos recuerdos, el hermoso esmeralda del mar de Tecolutla, Veracruz. Unos ojos vibrantes, llenos de emoción, del adolescente, que viene llegando de la playa, corriendo a través de ella, para contar a su madre que ha pescado, con el padre, el primer tiburón.

La mujer atiende el hotel que queda cerca del mar, y sonríe orgullosa a los visitantes norteños, tan lejos de aquellos paisajes, pero igual de emocionados por la primera pesca del jovencito. En ambos, profunda mirada.

Escenas inolvidables en el puerto de Veracruz, donde la danza de unos y otros está simplemente en el andar. Donde afloran las sonrisas y un entrañable aroma a café proveniente de La Parroquia, emblemático en la remembranza.

México y Oaxaca. Su árbol del Tule y el ascenso por escarpadas sierras en medio de lluvias torrenciales, donde la seguridad del guía en uno de esos viajes hace menos angustiante la jornada. La última sonrisa detrás de un promontorio, para siempre jamás.

Zacatecas y sus calles; su Catedral, su cantera y fachada; la plaza principal y las gentes ahí vendiendo o manifestándose. Imágenes por aquí y por allá de uno de los personajes que ahí hicieron leyenda: Francisco Villa en postales, en libros y discos. Lo mismo que los relatos de la Mina del Edén, la atracción grande de los turistas, pero un recuerdo persistente de lo que fueron terribles condiciones de trabajo.

México en el sol de Monterrey, ese que amaba tanto Alfonso Reyes. Sol brillante y picoso en el verano y en días especiales en invierno. Que lo invade todo, metiéndose en cada resquicio. Que permite hacer juegos de sombras y llena de remembranzas los días próximos a la Navidad. Inolvidable para siempre el sol de Monterrey, que te calienta el alma y te alimenta para el recuerdo.

La Patria, eso que nos nace en el corazón, en cada rincón, en cada camino, en cada sonrisa, pero también que nos aguarda a la vuelta de la esquina llamándonos a detenernos en la otra mirada, dolida y triste: la de la viandante que se esfuerza ofreciendo unas adorables muñequitas a las afueras de modernas tiendas de conveniencia.

México en mi ciudad, con sus impredecibles lluvias, y un silencio enorme, largo, que las sigue. La serenidad de la tarde luego de la tormenta. Horas ausentes. El bullicio en la media tarde, en los jardines de la Alameda de ese canto de guacamayas que vinieron a asentarse aquí desde lejos.

México en la bebida más mexicana, en el tequila; en su gusto fuerte que calienta garganta y alma; en la piel, como canta el corazón. Los muchos México que se constituyen en uno, fascinante, alucinante, mágico, inspirador. El México de mis recuerdos; el de la esperanza que se escribe de día en día.

Sus aromas, su sabor, sus sierras, sus campos y desiertos. Sus escribidores. Sus mexicanos.