¿En qué siglo estamos?

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¿En qué siglo estamos?

Un principio que no es ocioso seguir radica en el pensar mucho y hablar poco. Observar con atención, profundidad, curiosidad, asombro y no concluir nada abruptamente. "No me comprendan demasiado aprisa", exigía Gide. Lo más probable es que las conclusiones de una reflexión sean equivocadas, así que los asuntos o problemas deben meditarse a fondo antes de comenzar a pontificar y ahorcarse uno con su propia lengua. Un curso de claridad y sencillez sería leer a David Hume, el filósofo encargado de deshacerse de tanta basura intelectual y de exponer su pensamiento a través de conceptos sencillos. ¿Pero quién va a leer hoy a Hume (siglo XVIII) cuando el mercado de la tecnología nos ofrece la belleza necesaria para la contemplación y el éxtasis? Ha sido un golpe letal a la inteligencia confinar la filosofía y otras disciplinas humanas a las aulas especializadas, cuando existen tantos pensadores que cualquiera, armado de paciencia e la ilusión de saber, podría apreciar y dejar de pertenecer a la masa sumisa. La masa que obedece a ciegas destruyó la idea de la democracia de John Dewey (1859-1952), por ejemplo, otro pensador y educador asequible y bien cimentado. Este año perdido, 2020 —no sólo debido a los sucesos de la odisea pandémica, sino al confinamiento mental al que se han condenado por sí mismas tantas personas—, me hace pensar que hemos andado hacia atrás varios siglos y que incluso la ciencia, tan arrogante, orgullosa e impotente ante la gripa mortal, retrocedió una o más centurias antes de Galileo.

Otro filósofo cuya claridad fue deslumbrante y cimbró, trastornó y estimuló el pensamiento del siglo XIV hasta nuestros días fue Guillermo de Occam, a quien también le molestaba que se diera tanta vuelta a los problemas y se les sepultara bajo conceptos petulantes: de hecho, su "principio de parsimonia" dice justamente que es inútil hacer con muchos medios lo que se puede hacer con menos. A Occam le incomodaba la pomposidad de las palabras y conceptos que querían nombrarlo y abarcarlo todo y que pasaban por encima del hecho individual, personal y empírico; es decir el relato de la experiencia propia. Sabemos que seis siglos después, Wittgenstein se rebelaría ante la necedad de inventar por medio de palabras, problemas imposibles de resolver con ningún lenguaje. Sugería no irse de la lengua con conceptos o diagnósticos demasiado abarcadores ya que los afectados interpretarán las cosas a su propio gusto.

Desobedecer es bueno, mientras se busque un progreso de las instituciones que garantizan la libertad individual y la paz social. Pero, bueno, ahora nos encontramos, más o menos, en el siglo XIII y ello me hace recordar a la secta de los cátaros o albigenses que se opusieron a la santa iglesia romana y terminaron perseguidos, humillados y quemados con el propósito de impedir que sus doctrinas se expandieran. Los cátaros, cuyo origen se remonta a Zoroastro y los persas, y que se asentaron en Occitania o en el centro de Francia, no renunciaron a sus ideas ante la brutalidad autoritaria de la iglesia. Ellos abogaban por la libertad sexual, abominaban del matrimonio, toleraban el suicidio, rehuían de la posesión de bienes que arruinaba su alma y predicaban la libertad sexual sin límites. Creían en la transmigración de las almas o metemsicosis y por ello no comían animales.

Tal como lo afirmaba un pensador hoy indispensable, Baruch Spinoza, no existe un todo si no es porque se encuentra formado por casos individuales, distintos, heterogéneos y contradictorios. De alguna forma existe un hilo o lazo que los une, pero esa relación se da entre seres y cosas singulares. ¿Cómo puede alguien dictar medidas universales y autoritarias con respecto a algo tan complejo y delicado como la salud y la enfermedad?

Pues porque estamos ubicados —en Europa y parte de América— en el siglo XIII, más o menos. Así que es importante sumarse en espíritu a los cátaros, aunque la santísima inquisición nos desprecie y prenda fuego.