¿En qué creen los que no creen?
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¿En qué creen los que no creen?
Después de la intensa semana que vivió el catolicismo mexicano con la presencia del Papa Francisco, quedan algunos cabos sueltos que poco a poco iremos atando para comprender en profundidad lo que implica su mensaje.
Imagino que a alguien se le ocurrirá publicar sus discursos, porque lo poco que dejaba pasar la televisión no puede permitir un análisis ni siquiera somero. Es claro que los textos completos deberán ser entregados desde el Vaticano, porque los traía escritos. Algunos de ellos son de mucha calidad y atinan en el blanco. Es una pena que en muchas ocasiones los comentaristas se aferraban a una frase y la sacaban de contexto dulcificándola.
Hubo quien consideró un “mensaje” el enojo del Papa hacia un egoísta y escribió toda una interpretación freudiana. Cada quien con su interpretación.
Hablando de interpretaciones, la casualidad quiso que todavía dentro del ambiente romano-italiano tuviera lugar la muerte de Umberto Eco, autor de varios libros sobre exégesis, semiótica y cultura, en general. Un libro poco mencionado de Eco es un tratado “contra la sobreinterpretación”, ese afán de sacar conclusiones de cualquier lectura, signo, discurso o noticia.
En el libro se incluyeron varias conferencias que impartió en una universidad americana y en el que participan algunos filósofos inteligentes como Richard Rorty.
Eco previene contra el exceso de comentarios no pocas veces desmesurados ante la menor insinuación, mismos que crean un mensaje muy alejado del que quiso transmitir el escritor.
El Papa dejó en el aire un tema realmente inaudito salido de la boca de un Pontífice. Sabemos que desde que en el Siglo 19 se otorgó al sucesor de san Pedro la infalibilidad, todos los papas se la creyeron y en no pocas ocasiones han abusado de tal prerrogativa. Francisco, por el contrario, aunque es muy firme en sus convicciones, deja saber que no tiene al Espíritu Santo a su servicio, al menos no las 24 horas de cada día. Deslizó la idea de que Dios es Dios, no importa si tú le nombras Yahvé, Alá, la Santísima Trinidad o Vishnú. Es lo más lógico que he escuchado en mucho tiempo sobre el tema. En un momento también mencionó a los que no creen y la responsabilidad que tienen frente al mundo: la ecología, la justicia, la violencia, la migración…
Otro librito de Umberto Eco, poco leído, fue escrito al alimón con el cardenal jesuita Carlo María Martini, que hubiera sido papable de no ser porque Juan Pablo II vivió demasiados años. En una apretada relación de cartas mutuas, que eran publicadas en un periódico italiano, ambos intelectuales discutieron sobre valores, ética, compromiso. Hubo un momento en que el cardenal interpeló a Eco sobre el sostén moral de la solidaridad en un incrédulo: ¿cómo ser generoso sin fe?, y Eco le dijo que, precisamente, él se comprometía con los desvalidos no porque esperase ganar la gloria sino porque como humano debería hacerlo. Un ateo se preocupa por los demás por sentido ético.
Nada más. No necesita dedicar cada acto a un ser metafísico para luego cobrarle yéndose al cielo.
En esto de la interpretación (es una de las asignaturas que imparto en la Universidad) otro filósofo italiano, esta vez cristiano, Gianni Vattimo, advierte en su libro “El futuro de la religión”, “que no se habla impunemente de interpretación; ésta es como un virus, o también como un fármaco que infecta cada cosa con la cual tiene contacto… Reduce toda la realidad a mensaje”.
Casi casi se refiere a México y sus demasiados intérpretes que infectan a los lectores o televidentes en los medios con banalidades, después de las banalidades cotidianas de no pocos gobernantes y políticos.
Regreso a Francisco, que dejó inquietudes y metió el cuchillo suavemente en la situación de injusticia rampante que vivimos los mexicanos. Y no dejó que se pensara que le pegaba al Gobierno nada más sino que fue muy elegante y simbólicamente violento cuando se refirió a los príncipes de la Iglesia: cardenales y obispos. Es evidente que algunos de los que no creen, creen más que los que se dicen creyentes. Eco era ateo y nunca dejó de ser solidario con los otros: se hizo prójimo de manera permanente.