En el sótano

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En el sótano

Sabemos que el tiempo transcurre a su propio antojo y que el devenir contiene periodos intensos, dolorosos, y otros en que la inmovilidad pareciera ser la esencia propia de nuestras vidas. A causa de ello es imposible e inútil que dos personas se comparen objetivamente en su vejez o en su época adulta. Es posible que mientras una de ellas haya transitado sus días bajo el cobijo de una calma o sosiego constante, la otra no haya podido escapar a la lluvia de piedras, meteoritos o sucesos trágicos que la desviaron de un camino poco sinuoso o transitable. La normalidad no es más que una construcción utópica y que tiene lugar sólo en apariencia cuando aceptamos formar parte de un club de seres amansados que se rigen por un puñado de costumbres o de relatos míticos los cuales nos hacen creer que poseemos una consistencia común. No hay en el cuerpo de una persona ningún elemento químico o partícula que no exista en el universo. En distintas proporciones esas partículas elementales forman la estructura de todos los cuerpos humanos. Sin embargo, resulta imposible conocer lo que sucede en la mente de esos mismos cuerpos, en la imaginación de un ser particular o individuo, y en la interpretación que éste hace del mundo que lo rodea. El mundo físico no es más que una porción del mundo de nuestra experiencia; en cambio, ¿quién podría saber con certeza cómo nos ven los demás y qué clase de impresiones llegamos a causarle a las personas cuando nos conocen o nos someten a su juicio y escrutinio? Allí se encuentra el primer aprendizaje importante y necesario para practicar la vecindad con otros humanos y para comprender conceptos como los de justicia, civilidad o democracia: no podemos saber lo que sucede en la mente de los demás, como así tampoco esos otros podrán conocer con certeza los vaivenes en que se debate nuestra particular imaginación: cada cabeza es un mundo, pues: somos un hato de cegueras ambulantes. En tal sentido estamos solos y encarnamos en seres solitarios que se aferran a compartir rasgos comunes con los demás a fin de inventarse una comunidad artificial. Toda comunidad es artificial: he allí el dilema. Desde la perspectiva de Thomas Nagel: "La subjetividad de la conciencia es un aspecto irreductible de la realidad y debe ocupar, en cualquier visión del mundo que sea creíble, un lugar tan fundamental como la materia, la energía, el espacio, el tiempo y los números." Siguiendo una ruta común a esta afirmación el pensador estadunidense —nacido en Serbia— puede entonces afirmar que "la filosofía es la infancia del intelecto y una cultura que intente evitarla jamás crecerá". De allí que, en general, nuestros últimos gobiernos posean una infancia desastrosa y representen la anticultura en sí.

¿Cómo es posible que un conjunto de mentes o conciencias subjetivas tan dispares o diferentes logren ponerse de acuerdo en el significado de nociones tan amplias como la justicia y el bien? Es evidente que deben realizar un enorme esfuerzo y limitar en gran parte lo que son, sienten o piensan para así llegar a un mínimo acuerdo que les prometa la supervivencia y los mantenga lejos de la crueldad animal o de la bestialidad depredadora. ¿Y cómo lo van a hacer si consumen su tiempo tratando de imponer a los demás sus certezas burdas y carentes de fundamento e imaginación? Ha escrito John Gray: "Lo que parece singularmente humano no es la conciencia o el libre albedrío, sino el conflicto interior: los impulsos contradictorios que nos dividen." Si apenas logramos obtener una débil conclusión de esos impulsos contradictorios que forman el conflicto interior en el que se debate cada ser humano ¿cómo entonces vamos a darle la cara al resto de los seres para ofrecerles nuestras certezas o verdades y esperar a que ellos estén de acuerdo? Sin embargo lo hacemos y llegamos al colmo de transformar nuestras nebulosas opiniones en convicciones resueltas, arrogantes y coercitivas.

El trasiego de libros o "cartas para los amigos" que han circulado desde la época grecolatina hasta los tiempos recientes, se ha transformado en un mercado de afirmaciones sin raíz ni historia. Los humanistas —como lo sugiere Peter Sloterdijk— que fueron, durante cerca de dos milenios, los depositarios del saber legado por los hombres de ciencia y filosofía que nos precedieron, son ahora archivistas que, entre bostezos, guardan los libros dentro de un sótano en espera de que alguien acuda a ellos y se despierte del sueño animal al que ha sido conducido. Ya casi no hay visitas al sótano porque lo superficial, lo rápido y furioso, la calamidad publicitaria y los medios electrónicos que prometen una comunicación obsesiva pero esencialmente muda, han ganado la batalla y se han impuesto en las más diversas relaciones humanas. Somos los pequeños seres amaestrados y minúsculos que Nietzsche dibujó en Así hablaba Zaratustra. De otra manera los humanos habrían aprovechado la democracia, el saber acumulado y la filosofía para superar o trascender su desastrosa condición en común, su miseria económica y el acoso constante de la criminalidad. Por ello es que yo dudo de la existencia de "nuestro" país, y veo con terror e impotencia que a costa de un Estado desvanecido e ineficaz se cometan otra vez los mismos errores que han evitado el progreso de una sociedad que creció sobre la utopía de las revoluciones políticas y el progreso de la tecnología. Hoy sólo nos resta asumir la comicidad de nuestro entorno político. ¿O no ha sido algo cómico el "destape" (y la cargada, etc…) de un especialista despistado, desconocedor del todo cultural y servidumbre de una clase económica unidireccional, para presidir a una población pobre y asustada, a un conjunto de bípedos implumes lanzados a pasear en un jardín peligroso y pleno de muerte y soledad? Les ruego no se ofendan a causa de mis juicios; a fin de cuentas se me puede considerar como una mente irreductible y extraviada en un sótano de libros (o archivos) que ya a casi nadie interesan.