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En el corazón de la ballena
Desembarqué en la isla de Nantucket, la legendaria capital de los balleneros, con la misma edad que el impío capitán Ahab (58 años) y cojeando igual que él, aunque no a causa de que me cercenara la pierna la mandíbula de Moby Dick, gracias a Dios, sino de una lesión de ligamentos. Lo hice, desembarcar, no desde el puente de uno de los aventureros barcos dedicados a la pesca de cetáceos que en su día abarrotaban los muelles del famoso puerto, sino desde una pequeña avioneta Cessna de la compañía Cape Air que cubre el trayecto de alrededor de una hora desde Boston. Las prevenciones –vale, el miedo ante un viaje en un aparato en el que te pesan antes de subir– desaparecieron milagrosamente cuando, después de un buen rato de sobrevolar el mar a mi modo de ver muy azarosamente, apareció la pequeña isla (22,5 kilómetros de largo por 3,5 de ancho) ante nosotros, plana, arenosa, con un aire de Formentera, y tan llena de historias. “¡Nantucket!, sacad el mapa y miradlo”, escribe Melville en el capítulo 14 de Moby Dick. “Lejos en altamar. Una mera colina y un codo de arena, todo playa sin respaldo”.
Viajar a Nantucket (“tierra lejana” en la lengua de los indios wampanoag que la habitaron) es hacerlo al mismísimo corazón de la ballena. De aquí zarparon en la edad de oro de su pesca, a principios del siglo XIX, miles de barcos para, mano contra mandíbula –no era la de arponero una profesión para pusilánimes–, dar sangrienta y aterradora caza al leviatán y arrebatarle su aceite. En total, los balleneros estadounidenses cazaron entre 1804 y 1876 más de 225.000 cachalotes (aunque hoy son los cetáceos más abundantes en el mundo). Melville hizo que el Pequod iniciara aquí su inmortal última singladura y de aquí mismo salió en 1819 el barco real que inspiró la novela Moby Dick (1851). Ese barco era el malhadado Essex, cuya terrible peripecia, en la que se trenzan el infortunio, el devastador ataque de un cachalote (como en el final de la novela de Melville) y una de las más horripilantes historias de canibalismo marino, ha dado pie a un libro, En el corazón del mar, de Nathaniel Philbrick, y a una espectacular película de Hollywood basada en él y con el mismo título que se estrena ahora. Nunca habrán visto ballenas así. El filme, dirigido por Ron Howard, es una sensacional cinta de aventuras centrada en los dos grandes personajes de la historia, el capitán del Essex, George Pollard Jr. (interpretado por Benjamin Walker), y su primer oficial, Owen Chase (Chris Hemsworth).
Philbrick vive en Nantucket y me había dado cita en el Museo de la Pesca de la Ballena –nada menos–, un centro que acoge una exposición sobre el Essex y que entre sus muchas maravillas, incluido el esqueleto completo de un cachalote que varó en la isla en 1997, custodia un arpón arrancado a uno de esos animales por el mismo marino, empecinado émulo de Ahab, que se lo clavó nueve años antes.
El destino quiso que al descender en la avioneta para aproximarnos al minúsculo aeropuerto de la isla pasáramos sobre un grupo de ballenas piloto muy cerca de la playa. Mi entusiasmo –tanto por la visión como por el hecho de ir por fin a tomar tierra– me hizo moverme bruscamente para observar mejor al grito de “¡Por allí resopla!, ¡ojo de lince para la ballena blanca!, ¡lanza afilada para Moby Dick!”, lo que me granjeó una rápida mirada de reprimenda de la rubia piloto.
Tomé un taxi para ir hasta la pequeña ciudad de Nantucket, donde se encuentra el puerto. La madura conductora pareció aliviada al dejarme frente a mi hotel, que respondía al poco animoso nombre de Jared Coffin House, dado que coffin es “ataúd” en inglés. Pero la palabra, me puntualizó la taxista, no hace referencia a un descanso muy profundo, ni a la arriesgada vida del ballenero, ni al ataúd de Queequeg, sino que es el apellido de una de las grandes familias pioneras del viejo Nantucket, ese Gotha de los mares –los Starbuck, Marcy, Coleman, Folgers– que maridó el coraje y el negocio, el arpón y el cuaquerismo, y se construyó un provechoso reino sobre el ámbar gris y el espermaceti. Un Coffin era Owen Coffin, de 18 años y primo hermano del capitán Pollard, al que le tocó en (mala) suerte que lo mataran y se lo comieran sus compañeros famélicos a bordo de uno de los botes tras el naufragio del Essex, en estricta aplicación de la ley del mar (ya se habían comido a cuatro negros, fallecidos “por causas naturales”). El chico apoyó dócilmente la cabeza en el borde del bote y aguardó a que le dispararan un pistoletazo y lo convirtieran en 30 kilos de carne comestible. “Lo despachamos pronto y no quedó nada de él”, explicó luego, compungido, su primo, cuyo incesto gastronómico no se tomó nada bien, como es comprensible, la madre del muchacho, Nancy Coffin, al enterarse de los hechos. Fue recordarlo y que se me quitase súbitamente el apetito. Antes de irse, mi amable conductora me explicó que el hotel, un pequeño edificio de madera de aire colonial en el downtown, era la casa en la que residió Melville en su única visita a Nantucket, realizada en 1852, después de escribir Moby Dick.
Tras dejar la maleta, corrí hacia los muelles, cojeando como queda dicho y más porque las calles principales del viejo Nantucket están pavimentadas con grandes adoquines irregulares. La zona portuaria, donde antaño amarraba la gran flota ballenera que libraba su cruenta guerra con los monstruos de las profundidades y donde difícilmente te topabas con un hombre que no hubiera circunnavegado el globo y arponeado un cachalote, es hoy un área muy turística (la isla es un concurrido destino vacacional de alto standing, muy pijo), con tiendas de recuerdos, bares y restaurantes, pero conserva, sobre todo fuera de temporada, el encanto de los tiempos pasados. En un extremo está el gran espacio donde recala el ferri que llega desde el continente, y más allá, el tan romántico y pequeñito faro de Brant Point, que parece sacado, como buena parte de los edificios de la isla, de una pintura de Edward Hopper. Frente a él se encuentra sumergida la Barra, el banco de arena que contribuyó en su día al fin del esplendor de Nantucket cerrando el acceso al puerto a los barcos de gran calado. Los viejos muelles –Old North, Straight, Old South, Commercial, Town Pier– avanzan en el agua como dedos con sus evocadores pantalanes de madera desgastada.
Hoy ya no te encuentras amarrado en ellos al Loper, del capitán Obed Starbuck, recién llegado en septiembre de 1830 del lejano y ancho Pacífico con 2.280 barriles de aceite de cachalote tras 14 meses y medio en el mar. Las crónicas locales recuerdan que los tripulantes desfilaron triunfalmente por las calles de Nantucket con sus arpones y lanzas al hombro, precedidos por una banda de música.
En la película En el corazón del mar, Melville llega a Nantucket en 1850 para recabar el testimonio del último superviviente del Essex, el otrora grumete de 14 años Thomas Nickerson. El filme se desarrolla desde entonces como un flash back en el que nos embarcamos en el ballenero para compartir su trágico destino. Y lo hacemos desde los mismos muelles de Nantucket, recreados con su ruidoso tráfago, sus herrerías donde se forjaban los arpones y las lanzas de matar con hojas en forma de pétalo, sus meretrices y cuáqueros mezclados en babilónica confusión, hasta la lejanía casi inexplorada de “las pesquerías de alta mar” donde el océano se diluye en leyenda. La película consigue reproducir el salvajismo, la excitación y la violencia casi erótica –como la define Philbrick en su espléndido libro– de la vieja caza de ballenas, con todos sus peligros mortales y experiencias tan aterradoras y a la vez tan enfervorizadoras como “el paseo en trineo de Nantucket”, cuando el bote ballenero era arrastrado a toda velocidad por el gigante arponeado.
Caminé por la larga pasarela del Town Pier sembrada de crujientes restos de cangrejos que habían dejado caer las sempiternas gaviotas mientras un viento helado hacía girar a lo lejos las veletas de las casas –invariablemente figuras de ballenas o barcos– y ondear las banderas de las barras y estrellas y las de Nantucket: un cachalote sobre fondo azul cruzado por un arpón. En la punta del muelle abrí mi baqueteado ejemplar de Moby Dick. “No era tanto su extraordinario tamaño lo que le distinguía de los demás cachalotes, sino una peculiar frente blanca y sin arrugas. Y una alta joroba blanca en pirámide. Estos eran sus rasgos descollantes, los signos por los cuales, aun en los mares sin límites y sin mapas, revelaba su identidad a aquellos que la conocían”. En el muelle de Nantucket, Moby Dick se superponía en un juego de espejos al innominado cachalote real némesis del Essex que había sido su inspiración y a la espectacular recreación del nuevo avatar de la ballena de inteligente malignidad que ha alumbrado Hollywood.
Al día siguiente, tras soñar que en mi cama se colaban un arponero pagano tatuado hasta las cejas y Orson Welles (cosas de mezclar el jet lag y Moby Dick), hice tiempo para la entrevista con Philbrick recorriendo la calle Orange, en la que se alinean las casas de los viejos capitanes balleneros, todas con sus atalayas en el tejado para ver el puerto. Ahí estaría la de Ahab (“Oh, my Captain!, my Captain!”). Los olmos dejaban caer sus hojas mientras los cardenales volaban en los patios ajardinados como pequeñas teas y una garza azulada americana se desplazaba por el cielo con la gracia de un hermoso velero.
En el museo, una vieja fábrica de bujías de espermaceti, en cuya fachada hay un impactante friso sobre la caza de ballenas, aproveché para visitar la fenomenal exposición sobre el Essex, que combina muy inteligentemente la historia auténtica y los objetos originales –incluidos los poquísimos que se conservan del naufragio, como el cofre hallado flotando y la pequeña pieza de cordel que Benjamin Lawrence trenzó durante los tres meses que estuvo en uno de los botes– con el reclamo de la película. Warner Bros Pictures ha cedido elementos usados en el filme; entre ellos, trajes de los protagonistas o un trozo de la cabeza de la maligna ballena en el que brilla el frío ojo que observa a los náufragos en la película. Un ingenioso juego con cartulinas permite recorrer la exposición, en la que se ha reproducido a tamaño natural un bote ballenero al que te puedes subir (y, si eres morboso, jugar a la pajita más corta para matar el hambre) con la identidad de uno de los 21 tripulantes del Essex, compartiendo la sorpresa final de su destino, generalmente malo malísimo, pues se salvaron solo ocho. Es recomendable no coger la cartulina de marinero negro (los seis del barco murieron).
Para el encuentro con Philbrick (Boston, 1956), los encargados del museo nos habían dispuesto un par de sillas en una sala con elementos de la exposición. En una vitrina, los retratos de las hermanas del capitán Pollard nos miraban con expresión adusta como si nos hubiéramos comido a su primo, y en otra, unos dientes de cachalote centraban el tema de la entrevista. Philbrick, que apareció con un gorro del Charles W. Morgan, el último ballenero de la flota del XIX, vuelto a botar en Mystic, Connecticut, en 2013 y en el que, me explicó, tuvo el privilegio de navegar el año pasado con Ron Howard, es un hombre muy amable y agradable, autor no solo de En el corazón del mar, un libro extraordinario en el que encuentras imágenes tan impactantes como la del cachalote agonizante dando coletazos y dentelladas mientras vomita trozos de pescado y calamar, sino de, entre otros, Sea of Glory, Mayflower y esa pequeña joya que es Why Read Moby-Dick?, una de las mejores y más apasionadas introducciones a la obra de Melville, de la que es un entusiasta lector. Tras comentar los atractivos de Nantucket y mostrarle yo en el móvil, para su sorpresa, la foto de una culebra parda de De Kay con la que me topé durante un paseo en bicicleta por la isla, cerca del faro de Siasconset, me explicó que se instaló hace años, en 1986, en el lugar porque le pareció un sitio hermoso y tranquilo para criar a sus dos hijos y para escribir.
En el corazón del mar, con el que ganó en 2000 el National Book Award, lo escribió tras quedar fascinado con los distintos relatos de primera mano del desastre del Essex, particularmente los de Owen Chase y Thomas Nickerson. En su libro Philbrick explica pormenorizadamente la tremenda historia del naufragio del Essex, pero también la del Nantucket del apogeo de la pesca de ballenas. El Essex era un barco relativamente pequeño, 27 metros de eslora, 238 toneladas de desplazamiento. Paradójicamente se lo tenía por un navío con suerte. En su último viaje no la tuvo. Sobre todo cuando se topó con el cachalote furioso.
A la pregunta obligada de qué le ha parecido la película que han hecho con su libro, Philbrick responde con una gran sonrisa: “Me ha encantado. La he disfrutado muchísimo. No hay nada que me chirríe. Es mi libro, es muy fiel en espíritu a la historia, que es esencialmente una historia de aventuras”. La visita de Melville, que es la base del filme, en realidad no se produjo. “Es cierto, Melville estuvo en Nantucket después de escribir Moby Dick y no buscando inspiración para la novela, pero no por eso se traiciona la historia. Melville se inspiró realmente en el hundimiento del Essex y conoció a varios de los supervivientes. Las decisiones artísticas que se han tomado en el filme me parecen muy buenas: el cine es otro medio y tiene sus propias reglas”.
La película se sustenta dramáticamente, sobre todo en su parte inicial (con un aire de Master & Commander), en la en realidad inexistente rivalidad entre el capitán Pollard, de una de las familias señeras de Nantucket, y su segundo, Owen Chase, al que se presenta como un advenedizo en la cerrada comunidad, pero un gran y valiente marino. Es territorio de la Bounty y de Rebelión a bordo. “Es cierto, hay elementos reales en las personalidades de los dos personajes, pero supongo que en el filme se tenía que crear tensión rápidamente y era una buena manera de hacerlo”. Por primera vez una película alcanza a recrear visualmente lo que debía ser contemplar un mar lleno de ballenas hasta el horizonte. “Eso es extraordinario, lo ves y exclamas ¡guau!, así era”.
El carácter de la ballena, su personalidad por así decirlo, se ha variado en la película para acercarla a Moby Dick. “El cachalote que hundió el Essex actuó de una manera nada corriente, con una premeditación sorprendente. Enorme, de unos 26 metros y 80 toneladas, con la poderosa cabeza en forma de ariete llena de cicatrices, se fue a por ellos –como relata Owen Chase– y embistió al barco”. Volvió a atacar momentos después, esta vez a mayor velocidad, y propinó el golpe de gracia al ballenero. Luego se marchó para siempre, probablemente en dirección a la novela de Melville. La película, sin embargo, hace aparecer al vengativo cachalote varias veces más, persiguiendo a los náufragos, algo que no sucedió. “Los atacaron unas orcas, pero el cachalote no regresó, sin embargo es de nuevo una buena forma de crear tensión y no me parece una violación de la historia”. Philbrick recalca el gran error que cometieron los náufragos decidiendo dirigirse en sus tres botes hacia la costa americana en vez de a las más accesibles islas Marquesas por miedo a los caníbales. Ese miedo, paradójicamente, les hizo tener que convertirse en caníbales ellos mismos. La película, “inusualmente para un filme de Hollywood”, no ahorra algunas escenas muy duras.
¿Fue tan importante la tragedia del Essex para la novela de Melville? “Sí, sin duda, crucial, sobre todo para el final, claro. Podríamos decir que En el corazón del mar empieza donde Moby Dick acaba. En la novela no hay lugar para la historia de supervivencia y canibalismo después del ataque: solo se salva Ismael y es recogido al segundo día del naufragio. Moby Dick, la novela, es mucho más que la historia del Essex, por supuesto. Nos adentra en algo diferente, monumentalmente distinto. Algo vasto como la Biblia y Shakespeare y a la vez experimental, profético pero profano, épico y burlesco, y que parece ir al mismo tiempo en fascinantes direcciones opuestas, en realidad como la propia vida. Pero la semilla del ataque real, la malicia inescrutable de la ballena, está en su esencia”. Melville fue ballenero y conoció la historia del Essex, incluso de primera mano. La explica en su propia novela, en el capítulo 45º, El testimonio. Melville afirmaba haber visto fugazmente a Owen Chase y conversado con su hijo, William Henry Chase, que le pasó un ejemplar del libro de su progenitor. “La lectura de esa historia portentosa y tan cerca de la latitud del naufragio surtió un efecto sorprendente en mí”, escribió Melville. Es maravillosa la forma en que realidad y literatura confluyen y se fecundan mutuamente. ¿Quién puede hoy leer las narraciones sobre el Essex –o ver la película– sin pensar en Moby Dick?
Pero el cachalote del Essex no era blanco. “No, no lo era. Melville hizo blanca a Moby Dick basándose en otras ballenas, especialmente la famosa Mocha Dick (por la isla de Mocha, cerca de Chile). La blancura de la ballena confiere un aura especial a la novela. Hubo mucha discusión acerca de si en la película En el corazón del mar había que hacerla blanca. La solución ha sido un camino intermedio, esa apariencia mixta, que no está nada mal”.
Chase y Pollard sobrevivieron, pero no fueron muy felices. El segundo volvió a naufragar y el primero se encontró con que al regreso de uno de sus largos viajes –en los que al parecer trató, al estilo de Ahab, de hallar al cachalote que había hundido el Essex– no le salían las cuentas de su nuevo hijo. Pollard, considerado un capitán con rematada mala suerte, no volvió a embarcar y se hizo vigilante nocturno en Nantucket, donde se le trataba como un paria y, supongo, nadie lo invitaba a comer. Durante su visita a Nantucket en 1852, Melville lo buscó y lo encontró.
¿Y qué fue del cachalote que inspiró la creación de Moby Dick? Melville se sobresaltó en 1851, el año de la publicación de su gran novela, al conocer la noticia de que un cachalote, un macho grande, viejo y solitario asaeteado de arpones herrumbrosos, había hundido al ballenero Ann Alexander. La vida imitaba al arte que había imitado a la vida. “Me pregunto si mi arte malvado ha hecho que resucitara ese monstruo”, meditó.
Al caer la noche sobre Nantucket salí a deambular por las viejas calles de los balleneros en busca del spirit of the place, como me había recomendado Philbrick. Los escasos transeúntes se apartaban de mí cuando me veían aparecer cojeando entre las sombras que se disolvían en una leve claridad ambarina bajo la luz de las farolas. No encontré a Pollard. Pero sí a la ballena. Cerca de los muelles me envolvió la famosa niebla de Nantucket y me di de bruces con ella. Parecía flotar hacia mí, toda nívea malicia. Era una impactante escultura del artista local Sunny Wood instalada en un parterre junto a un comercio. Un letrero rogaba no sentarse encima y una placa en el suelo recogía las famosas palabras de Stubb, el viejo segundo oficial del Pequod en su soliloquio en la cofa del trinquete: “No sé todo lo que puede venir, pero sea lo que sea iré hacia ello riendo.
Por Jacinto Antón / El País