Elogio y vituperio del chicle 1/2

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Elogio y vituperio del chicle 1/2

Desde los primeros chicles que salieron al mercado, aquellos Chiclets de la marca Adams, luego los Yucatán, su fuerte competencia, y las cajitas de Canel’s, hasta aquellos de mi adolescencia, consumidos a escondidas por la prohibición de nuestros padres y las monjas del colegio, con los que hacíamos fabulosas bombas que podrían haber ganado cualquier concurso: las magníficas bolas color de rosa de Totito, los cuadritos aplanados de Bubbaloo, y las barritas rosadas o amarillas de sabor plátano marca Motita. Sí, desde aquellos primeros chicles que todavía alcanzamos los de mi generación, pasando por otras marcas de mi época, y luego por los de la infancia de mis hijos, como los suavecitos y aromáticos súper rollos, hechos con una larga tira plana de goma de mascar y empacados en cajitas de plástico que los niños guardaban como una preciada provisión para masticar durante varios días, no le hace que fuera a escondidas de la maestra o de la mamá. Recuerdo bien las cajitas y las marcas: Kilométrico Super Bubble Gum, Maxiroll, Bazooka y Garfield, por supuesto con la imagen del gran gato. Desde los antes mencionados hasta la gran variedad de marcas que existen hoy en el mercado, como Wrigley’s, Orbit, Trident, Clorets, Juicy Fruit, Clix One, Big Red, entre otras, algunas fabricadas por los gigantes confiteros estadounidenses Kraft Foods y Mars, con todo el respaldo y la mercadotecnia de sus productos, todos, al parecer, tienen su origen y sus antecedentes en nuestro País, gracias a una extraña combinación: la inteligencia maya y las ocurrencias del llamado “Seductor de la Patria”.

El chicle nació en las selvas del sureste mexicano hace unos dos mil años. Los mayas acostumbraban hacer una herida en forma de zigzag en la corteza del árbol del chicozapote para recolectar su savia. Aquella resina cosechada en recipientes, era sometida a un proceso de secado del cual se obtenía una goma masticable a la que llamaban “sicte”, en español “sangre o fluido vital”, por provenir de las entrañas del árbol. Los mayas la usaban para limpiar los dientes y como tal la comercializaron con sus vecinos. Su uso se extendió a los aztecas, quienes la conocieron con el nombre de “tzctli”, en español “pegar”, quizás por su principal característica. Así llegó al español con el nombre de “chicle”, hoy todavía en pleno uso como sinónimo de goma de mascar.

El chicle, tal como se conoce hoy, parece tener su origen en una curiosa anécdota referida al expresidente mexicano Antonio López de Santa Anna, al que Enrique Krauze llamó “El Seductor de la Patria”. Exiliado en Nueva York, conoce a un tipo emprendedor, fotógrafo de profesión, de apellido Adams. Los dos coinciden en la necesidad de producir un nuevo material más económico, elástico y resistente, para fabricar los neumáticos de las carrozas, y a sugerencia de Santa Anna, también coinciden en la idea de que la goma mascada por los indígenas en México podría funcionar si se le mezclara con algún tipo de hule. Hacen llevar a Nueva York dos toneladas de goma, y después de experimentar durante un año, Adams se dio por vencido ante el fracaso: aquel material no admitía la mezcla de ningún hule, no era vulcanizable. El hijo de Adams logró vender todo aquel material a algunos boticarios de la costa este de Estados Unidos como producto para la higiene bucal. Así empezó a conocerse aquella goma ligeramente rosada y sin sabor alguno.

En 1879, un comerciante de Kentucky compró un cargamento en México y logró endulzarlo. Un año después, un empresario de Ohio mezcló saborizantes con jarabe de maíz y lo agregó a la goma. Así nació el chicle de menta de la marca Yucatán.

Se acaba el espacio y no así el elogio, y menos el vituperio del chicle. Lo anterior no es más que el prólogo a una escena saltillense que veremos en la próxima entrega.

edsota@yahoo.com.mx