Elogio de la mediocridad
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Elogio de la mediocridad
En el 387 a.C., Platón comenzaba a dictar sus enseñanzas en los jardines dedicados a Academo, en las cercanías de Atenas. Academo es un héroe legendario del mito griego en el que Helena fue raptada por Teseo.
Según la tradición, junto a su tumba había un bosque sagrado. Y fue allí que Platón fundó su Hekademeia.
El éxito que tuvo el término Academia a lo largo de los siglos ha sido impresionante. Hoy en día, identifica la concentración de la enseñanza y educación de más alto nivel en todas las disciplinas del conocimiento: el arte, las ciencias, la medicina, la literatura, la filosofía, el derecho, etc.
Quienes hacemos academia, los así llamados académicos, somos personas que dedicamos nuestras vidas a aprender y a enseñar, a investigar, descubrir y a difundir conocimiento.
Las instituciones académicas –universidades, facultades, institutos, centros y escuelas– deberían ser moralmente y científicamente autónomas para que puedan cumplir con su compromiso: producir y transmitir críticamente la cultura y los conocimientos en las diferentes disciplinas del quehacer humano, mediante la investigación científica y la docencia.
Se trata de una generación del conocimiento que no representa meramente un fin en sí mismo, sino que es directamente funcional a la formación de buenos profesionales en las diferentes áreas: médicos, abogados, psicólogos, educadores, ingenieros, arquitectos y por supuesto maestros.
La formación de buenos profesionales en las distintas áreas del saber no se cumple con sólo el conocimiento, aunque exhaustivo, de la propia materia. En el caso de los juristas, por ejemplo, para ser un buen jurista no basta una buena técnica de trabajo o ganar todos los litigios. Para ser un buen jurista no basta con saberse de memoria los códigos, las leyes o las constituciones.
Para ser un buen jurista es fundamental, además de conocer los derechos, también conocer los deberes jurídicos y éticos y poseer un elevado sentimiento de justicia y dignidad personal.
Gracias a la energía de ese lugar sagrado en que fue creada, el objetivo de la academia también es sagrado.
Tanto a los académicos cuanto a las instituciones que así se proclaman se les exige como objetivo la excelencia. Excelencia que sólo se puede lograr siendo curiosos, investigando, descubriendo, verificando, leyendo y escribiendo.
Se trata de un gran esfuerzo y compromiso que se traduce en muchas horas de trabajo difícilmente evaluables económicamente, que generan conocimiento, enriquecen las sociedades y permiten los avances culturales, sociales, políticos y económicos.
Independientemente del nomen que tanto personas cuanto instituciones se atribuyan, el no respetar lo sagrado de este objetivo de excelencia impide que se pueda haber academia.
En el mismo sentido, una universidad que no fomenta la investigación o no exige una alta calidad de sus docentes no debería ni siquiera recibir el nombre de Universidad. Una universidad no se puede concentrar más en organizar fiestas y “carnitas asadas” que en generar conocimientos.
Una universidad que no hace academia, que no genera conocimiento, que cierra sus puertas a lo nuevo, que se encierra en la mediocre convicción de ser lo mejor sin ni siquiera ponerse en un plano de comparación con otras universidades o facultades de relevancia internacional, no puede ser considerada una Universidad.
Si creemos que esa es la misión académica, estamos más bien en el terreno de la mediocridad académica. Es una autocelebración sin sustento. Es una mediocridad académica grotescamente disfrazada de excelencia.
Un disfraz ridículo que, como nos enseña la tradición italiana del carnaval, permite ocultar la real identidad para quedar en el anonimato y así permanecer irresponsables de cualquier acción cometida. Para los niños, el carnaval es locura y alegría. Pero en realidad es disimulación, engaño y burla.
Como el carnaval, también la mediocridad académica es disimulación, engaño y burla. El carnaval es una fiesta. Pronto termina y todo vuelve a la normalidad.
Asimismo, la mediocridad académica tiene vida breve y pronto termina. Y lo que queda es sólo un desesperado, injustificado e irresponsable elogio de la mediocridad.
La autora es secretaria académica de la Academia IDH
Este texto es parte del proyecto de Derechos Humanos de VANGUARDIA y la Academia IDH