Elecciones Coahuila: las consecuencias ulteriores

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Elecciones Coahuila: las consecuencias ulteriores

La jornada electoral del domingo anterior en Coahuila, digámoslo rápido, fue un día de campo para el PRI. Prácticamente sin despeinarse, sus candidatas y candidatos pasaron por encima de sus rivales y obtuvieron la victoria de forma difícilmente objetable.

Tal resultado, digámoslo pronto y claro también, es resultado de la voluntad de los electores, de quienes decidieron ir a ejercer su derecho y cumplir con la obligación de votar. Con independencia de si personalmente simpatizamos con el resultado o no, eso decidieron los votantes.

La lectura más obvia sobre el resultado, y en torno a la cual ya se ha dicho suficiente, es la relativa al balance entre ganadores y perdedores. Es, desde luego, una lectura válida e importante pues permite visualizar la calidad del trabajo realizado por los actores políticos –a nivel individual y por partidos–, así como el impacto de este en el ánimo de los electores.

Pero no por válida es necesariamente la lectura más relevante. Y no lo es, sobre todo, si al realizarla se pone el énfasis exclusivamente en señalar quién o quiénes se benefician a nivel individual de este resultado o cuál partido político fue “premiado” o “castigado” por la ciudadanía.

Una lectura un poco más profunda sobre las implicaciones del resultado comicial debería poner el énfasis en las traducciones materiales del triunfo aplastante del PRI. La primera traducción –acaso la más relevante– es la recuperación del control absoluto sobre el Congreso de Coahuila.

¿Cómo se va a comportar la mayoría tricolor en el Poder Legislativo a partir del primer día de enero del año próximo? ¿Cómo un cuerpo de individuos demócratas, capaces de asumir con humildad el haber obtenido nuevamente el favor de los electores, o como un colectivo para quienes el mandato popular implica haber recibido un cheque en blanco?

El comportamiento futuro de la mayoría electa, ¿favorecerá la rendición de cuentas, el equilibrio entre poderes, el control eficaz del gasto público, o el avance en la consolidación de un modelo capaz de garantizar a la ciudadanía el ejercicio pleno de sus derechos?

La experiencia mexicana, por desgracia, no da para albergar esperanzas en este sentido sino más bien para temer lo contrario. Y la afirmación anterior vale para cualquier fuerza política a la cual el voto popular le entregue el control absoluto de los órganos públicos.

Porque, en este sentido, como lo he afirmado en numerosas ocasiones, no existen diferencias sustanciales entre rojos, azules, amarillos, verdes o marrones: la tentación por el ejercicio despótico del poder es un elemento transversal al comportamiento de nuestra clase política.

Y esto es así porque el ejercicio de la función pública en nuestro país está signado por un elemento nuclear: el liderazgo recreado desde el caudillismo, lo cual implica colocar, por encima de la Constitución, las leyes o los principios democráticos, el humor, los intereses, los prejuicios y hasta las ocurrencias del caudillo en turno.

Derivado de esta “costumbre histórica” –como diría un clásico local– las mayorías absolutas suelen convertirse en campo fértil para el ejercicio faccioso del poder y eso siempre será una mala noticia para los intereses colectivos. En otras palabras: allí donde un solo partido tiene el poder para tomar decisiones sin verse obligado a negociar con nadie, ni hacer concesiones, rápidamente surgen las tentaciones autoritarias y el ánimo despótico para el ejercicio del poder.

La solución a este dilema, es necesario decirlo con toda claridad, no está en establecer mecanismos para impedir la construcción de mayorías absolutas. Si los electores así lo deciden –como lo decidieron el domingo pasado– cualquier partido político tiene derecho a detentar el control del órgano legislativo.

La solución está en otra parte y se relaciona, sobre todo, con el ejercicio vigoroso de uno de nuestros derechos políticos esenciales: participar en la conducción de los asuntos públicos en forma permanente.

En este sentido, es imprescindible tener presente en forma permanente el nombre del juego en el cual estamos inmersos quienes integramos sociedades cuya aspiración es la recreación de la democracia liberal: “quitarle poder al rey”, es decir, impedir a quien tiene el poder público ejercerlo de forma arbitraria o desmedida.

Dicho de otra forma: el juego implica sujetar la actuación de los servidores públicos –electos o designados– a los límites constitucionales, legales y convencionales definidos a partir de los principios democráticos. Y esa tarea nos toca a los ciudadanos.

Pero para llevarla a cabo es necesario comprender una cosa: el juego se llama “quitarle poder al rey” porque el rey no va a renunciar nunca a su poder de forma voluntaria. Y tampoco va a renunciar a la posibilidad de ejercerlo de forma despótica o facciosa.

Por ello, ante el surgimiento de mayorías absolutas, de cualquier signo ideológico, los ciudadanos debemos aprestarnos a impedirle a quienes las integran, asumir el mandato de las urnas como un cheque en blanco.

¡Feliz fin de semana!

@sibaja3

carredondo@vanguardia.com.mx