El viacrucis de los cabucheros
Por KARLA GUADARRAMA
Fotos ROBERTO ARMOCIDA
Edición MOISÉS RODRÍGUEZ
Diseño ÉDGAR DE LA GARZA
Valente espera con un recipiente lleno de cabuches a su primer cliente en el mercado ambulante del centro. Una desconocida se espanta, regatea y pide a Valente que no sea abusivo. Para ella es un abuso que Valente venda cabuches a 80 pesos el kilo, después de librar espinas, ocho serpientes, dos días bajo el sol y un frío que obligó a despertarlo por eso de las 6:00 de la mañana en medio del desierto del noreste mexicano.
La naturaleza reafirmó su sabiduría con el cabuche: Mientras la Iglesia Católica se guía con la primera luna llena de marzo o abril que caiga en jueves para definir la Semana Santa, la biznaga cabuchera se guía por sus propios ciclos para dejar salir su flor una vez al año, siempre a tiempo para la Cuaresma y para la crisis de Valente.
DE LA PIZCA A LA MESA
manjares de cuaresma más representativos, implica un trabajo arduo y poco valorado.
Los ejidatarios tienen una cita con las biznagas en Cuaresma. La historia de los “cabucheros” tiene tintes del pasaje de Jesucristo y sus 40 días en el desierto. En Vanegas, de donde muchos cabucheros son, los ha tentado la vida de lujos y armas, esa que algunos pobladores han elegido para tener dinero rápido y les ha llevado tragedia. Hasta allá, en ejidos cercanos a Real de Catorce, en San Luis Potosí, ha penetrado la violencia.
El cabuche representa para los habitantes del desierto de San Luis y Coahuila un respiro para su finanzas, algo así como un trago de agua en plena sequía o una coca de medio litro bien helada, lo que acostumbran.
Del 2010 para acá son menos los grupos que salen a las montañas en busca del cabuche, armados con desarmadores, costales vacíos y su lonche.
Valente es de Poblazón, ejido a cinco minutos de Vanegas; él junto a sus amigos se han amarrado la tripa y han optado por batallar pero vivir con libertad, “aunque cueste más”.
Hace unos 40 años, la gente de Poblazón y Vanegas salía de madrugada arriba de un burro hacia las montañas en busca de biznagas. De niños había que esperar todo un año para ver el espectáculo, seguir con la mirada a los cabucheros hasta perderlos en el desierto.
Ahora es diferente. En los pueblos cambiaron los burros por camionetas, dejaron de dar peyote a los burros para aguantar, ahora cargan gasolina.
Brujo”, “Tejón”, “Furcio”, Julián y Valiente, son los cabucheros de Poblazón. Desde hace 10 años salen a “cabuchear” en tiempo de Cuaresma, una vez por semana y una vuelta extra más en Semana Santa, ocho veces en total. El resto del año, sobreviven.
“Brujo” vive del fruto de sus tierras, todos los jueves vende en el mercado de Bellavista, en Saltillo; “Tejón” es el único del grupo que conoce Monterrey, cada que puede lleva mercancía; Julián, “Furcio” y Valiente trabajan en sembradíos de tomate.
Rito
Son las 8:30 de la mañana, la cita es en casa de Valente. La caja de la camioneta se llena con cobijas, una hielera, mochilas, costales vacíos, una llanta de refacción y un garrafón de agua, 20 litros del líquido para cinco personas durante dos días.
Arrancamos. Son pocas las miradas de los niños de Poblazón, pero las hay. Hacemos dos paradas técnicas en Vanegas, la primera para cargar gasolina y la segunda en la tienda: Diez refrescos, hielo, galletas, papas y lo más importante: cigarros, cinco cajetillas de cigarros, solo una de ellas de los caros, los Marlboro.
Esos son para la noche, porque al paso no dejan caminar, calan y ahogan, dice Julián.-
En el trayecto de 40 minutos por carretera hay poco de todo, vías del tren, sembradíos, animales y se desenmascara un anuncio del Gobierno Federal: “Remodelación 5km Carretera San Vicente”, pero el camino nuevo de asfalto se acaba pasando los cuatro kilómetros, a esta altura ni quién lo note desde la carretera. Todo retumba en la camioneta con el cambio en el camino, todo menos las manos de Valente que controlan el volante y esquivan los baches.
La recta termina pasando el anuncio de “El Salado”, sin importar la altura, tierra o piedras, giramos a la derecha y de nueva cuenta empezamos a temblar. Una hora de camino por terracería y matorrales.
En cualquier otra parte del País la gente haría coraje por el chillar de ramas en la camioneta; arbustos arrancando de a poco la pintura y marcando la carrocería, pero a Valente no le importa, debe seguir, de vez en cuando asoma el brazo por la ventana para cubrirse el rostro de las ramas. A “Tejón” y a Julián, que van en la caja, les rebotan los matorrales de metro y medio en el cuerpo, de repente echan uno que otro grito, pero aguantan.
Una, dos, tres lomas y un montón de vacas quedan atrás. De a poco, uno se acostumbra al zangoloteo y rechinar de las ramas. La camioneta de Valente no marca la velocidad, pero calcula que vamos como a 20 km/h. Entre tierra, pozos y arbustos, es mejor ir con calma.
Casi a la hora de camino, “Tejón” y Julián le echan un grito a Valente; ya van de pie y bien agarrados de la caja, buscando puntas rosas: biznagas cabucheras.
El cabuche es el botón floral del barril de fuego, biznaga de lima o biznaga cabuchera (ferrocactus pilosus), es uno de los mil 500 cáctus registrados en América Latina. Es fácil distinguirlo por el tono rosa de sus espinas que protegen al cabuche y es eso lo que “Tejón” y Julián buscan con la mirada sobre el terreno.
De pronto, el desierto nos recibe con un ejército de biznagas, estamos frente a montones de testigos de hasta 400 años de vida. Hombres vienen y van, pero las biznagas siguen, es muy probable que una de estas biznagas haya sido visitada por los cabucheros que andaban en burro.
Una curva en el pseudo camino sirve para frenar el paso. Valente acomoda la camioneta y la paga.
Desde aquí mero es. Recalca Valente.
El hueco en el estómago queda en segundo plano, primero lo primero, un cigarro. Después dan paso al buffete. Tacos con tortillas hechas a mano y en la leña, entre todos comparten el lonche, el refresco y la salsa guardada en un bote de suero.
Son las 11:00 am en punto. Recogen y acomodan la hielera, después se reparten los refrescos. Platican mientras afilan desarmadores y navajas.
¿Para dónde van agarrar?, pregunta Julián.
Para arriba, rodeamos y ya nos regresamos. Contesta “Tejón”.
Así se reparten las hectáreas del desierto, “Tejón”, “Furcio” y “Brujo” agarran para un lado, nosotros nos vamos con Julián y Valente.
La hora de la verdad
Pruébate, me dicen.
Definitivamente es mejor observar las espinas rosas de la biznaga que sentir cómo se entierran en la piel. Fracaso en el primer intento y entre el sol del mediodía, la presencia latente de víboras y toda la flora puntiaguda del desierto, me rindo.
El desierto en el que estamos es celoso, no es el desierto de película que relaja la vista hacia el infinito. Es el desierto Chihuahuense, en la parte de San Luis Potosí; en el que por cada paso hay una centena de espinas dispuestas a picar.
Hay que cuidarse de todo: del sol, del viento, de la tierra, las espinas, animales. Valente y Julián están tan acostumbrados, que la piel de las manos se les ha hecho gruesa para aguantar.
Buscamos manchas, así le dicen al grupo de biznagas, es más fácil pizcar cabuches por manchas que buscar de uno en uno.
Con una bolsa para el mercado colgada al hombro y en la mano un desarmador, Julián estira el brazo sobre la biznaga, entierra el desarmador debajo del cabuche y lo saca. Cada biznaga en promedio tiene cinco cabuches, sin contar los que ya se abrieron para convertirse en flor, éstos ya no sirven, ni para comer ni para la venta.
Cada botón o cabuche guarda entre 300 y 500 semillas. En un invernadero de cada mil semillas, biólogos y agrónomos logran hacer nacer 300 biznagas, en el desierto la historia es distinta, de 300 solo 10 logran crecer y para que éstas alcancen más de un metro de altura se necesitan 200 años como mínimo. Junto con “Furcio”, Valente, “Brujo”, Julián y “Tejón”, estamos frente reliquias de la naturaleza.
Es un día despejado, poco viento y con el sol en su apogeo aumenta el riesgo de los animales. Entre chistes y cigarros en la boca, Valente y Julián se pierden entre matorrales sin alejarse tanto.
Las biznagas son ratoneras, una invitación abierta para que víboras se escondan debajo de ellas. La tecnología ha cambiado en la forma de llegar al desierto, pero la fórmula para actuar frente a una mordida letal sigue siendo abrirse la piel buscando la vena para interrumpir el paso del veneno y... rezar.
A veces por estar con los cabuches ni te das cuenta que traes una en la pierna. Dice Valente, al referirse a las víboras.
En esta parte del desierto hay dos tipos de serpientes, la víbora de cascabel y la alicante, una muerde y la otra aprieta, tanto que aseguran, que revienta las palmeras. El año pasado a Valente le salió una serpiente por cada visita al desierto, ocho víboras de cascabel.
Los sentidos se agudizan más por supervivencia que por temor. El sonido de matorrales cediendo al paso, el poco viento y la tierra removiéndose nos acompañan de fondo mientras avanzamos. De cinco en cinco, Valente y Julián llenan sus bolsas de cabuches que van vaciando cada hora en su costal para aligerar la carga.
No valoran, la gente ni sabe que estamos aquí. Refiere Julián, para después continuar. - No me gustaría que mis hijos trabajaran en esto, yo lo hago más por tradición. Concluye.
El otro grupo se topó con tres serpientes durante la pizca, la primera alcanzó a meterse en la biznaga, la segunda sonó el cascabel a unos pasos de ser aplastada y para desquitarse le lanzaron una piedra para “cocorearla”, la tercera estaba molesta, se levantó al mismo tiempo que sonaba su alarma, se les puso brava --dijeron-- y terminaron por matarla. “Tejón” se encargó de abrirla, después se la pasó a “Furcio”, quien la guardó en su mochila.
Los cabucheros regresaron ocho horas después con el cielo pintado de naranja. Cada uno con bultos llenos de cabuches ardiendo sobre la espalda, dejándolos caer para tomar agua.
Después cada uno extendió su costal en la tierra para dejar que los cabuches respiraran y dejar que se enfriaran.
Tu y yo siempre juntos
El desierto recalca la noche con viento frío y el cielo estrellado. Entre todos van por leña para dos fogatas, una para el comal y otra para dar luz.
A “Tejón” y los demás, sus señoras los sentenciaron con terminarse el lonche o a la próxima no habría más; por eso cumplen recalentando todo. Comen alrededor de la fogata, hablan de narcoseries, política, injusticias y una revolución que alguien más debería comenzar.
Lejos del pueblo recuerdan los dichos y entre la carrilla del día, Julián les reclama a los demás por la víbora que dejaron.
La dejaron enojada, esas son bien vengativas y chismosas, el señor que me compra en Saltillo me dijo que son metiches, dice que en la noche se acercan donde hay gente con fuego.
Los cabucheros han sufrido más por el clima. El año pasado, para cubrirse de la lluvia armaron la cama junto a la camioneta con una lona encima. Apenas estaban agarrando el sueño cuando la corriente del agua los mojó por la espalda; como pudieron dejaron todo y entraron a la cabina. Por lo apretado y por los asientos, no durmieron, aún así al otro día salieron a pizcar.
Esta noche pinta diferente. Valente y sus amigos duermen a la intemperie. Una lona y dos colchonetas los separan de la tierra. después cinco capas de cobijas, duermen todos pegados cada quien en su almohada, a “Tejón” siempre le echan carrilla por la suya “Tu y yo siempre juntos”, la impresión de la funda dice eso, pero él asegura que duerme mejor en el desierto que en su casa.
Valente, Julián, “Tejón”, “Furcio” y “Brujo”, en ese orden se acomodan para dormir, los dos de la orilla cubren a los demás de las rachas de viento. El clima atrae la humedad, por eso se dejan las botas, para evitar que se vayan a mojar.
Neblina
Son las 6 de la mañana y parece que estamos dentro de una caja de luz. Con el sol afuera y rodeados de neblina todo brilla, todo es luz.
Primero un cigarro y tragos de coca, después la fogata. Para el segundo día no queda tanta comida y el garrafón de agua está por debajo de la mitad, con otra jornada de ocho horas por delante, todos empiezan a dosificar.
De nueva cuenta la división y el mismo equipo. Valente y Julián para un lado, los demás para el otro. La meta son 40 kilos por persona, la mayoría ronda los 10 kilos, aún les queda la mitad.
Una sudadera colgando en el camino de regreso será la señal para quien.
Con la ventaja de arrancar temprano la pizca, Julián y Valente aceleran el paso; el sol también acelera el suyo y para las 9 de la mañana todavía no asfixia pero lo recalca.
Esta vez, de subida por la loma, el camino se complica. Los vegetación se cierra, las espinas están más cerca y así ocurre varias veces más. Valente al frente, busca por dónde avanzar pero se regresa; Julián busca por otro lado, encuentran un sendero y cruzan al otro lado de la colima, el premio son montones de manchas de biznagas.
Entre los cabucheros se retan y animan, para el medio día alcanzan su meta y van por más. Valente con las botellas de agua vacía dentro de la mochila, las quita y la empieza a llenar.
Julián hace lo mismo, entre más mercancía, mayor ganancia, aprovechan la única oportunidad del año para ganar algo más.
Las oraciones de sus familias surten efecto, este día no corren peligro, los animales ceden con el viento y se esconden.
Doña Ramona, mamá de Valente, asegura que desde casa rezan, la mayor ganancia del año viene con efectos, implica peligro, por eso ellas también aprietan el paso para orar durante los dos días que dura la pizca, desde lejos los piensan.
Son ya 24 horas en el desierto, el agua y los cigarros se agotan, también la energía, cada vez repiten más las pausas bajo la sombra de las biznagas.
La cita es a las 4 de la tarde en el campamento, “Tejón”, “Furcio” y “Brujo” llegan con el rostro colorado, pero a tiempo. El tiempo en el desierto es vida, por eso aceleran el paso para guardar lo último de la camioneta, “Tejón” prende la camioneta y nos apresura.
Valente y Julián están sin agua abajo de la loma. Dejaron una sudadera para marcar si ya no podían caminar más.
La señal les ha servido por años. “Tejón” maneja la camioneta lento, busca mientras el volante tiembla. Dos kilómetros después, “Brujo” y “Furcio” gritan, alcanzan a ver la sudadera, él avanza y se frena. A los pocos minutos llegan Valente y Julián, toman coca y piden cigarros.
Entre todos se ayudan con la mercancía, cada quien sabe lo que juntó y rellenan su costal Con los cabuches asomados en las bolsas después lo tejen con un pedazo de hilo.
Estuvo buena, hay días que regresamos con 30 kilos, dice Julián.
Generalmente los cabucheros comen algo antes de regresar, pero esta vez por falta de agua y comida, acuerdan volver mientras se pasan la última coca. Después de todo aún les queda camino por recorrer.
Las batallas que quedan
La lucha en el desierto es la primera de una serie de batallas. Queda la lucha contra los distribuidores que con tal de ganar más, regatean o roban el producto. Para los que venden por su cuenta, les queda la lucha de insultos por “abusar”, dice la gente, en el precio del cabuche.
La pizca en las biznagas les dejó a cada uno una ganancia de 2 mil 500 pesos por los dos días, a esto hay que restar los gastos de comida, por el viaje en la camioneta de 250 por cada uno y los 200 pesos del pasaje en el camión hacia el punto de venta y de vuelta.
Los vendedores ofrecen al mercado el kilo de cabuche por encima de los 80 pesos, duplicando y hasta triplicando sus ganancias. Pese a que los consumidores se han ido perdiendo, Matehuala y Saltillo continúan siendo los principales compradores del cabuche.
Comida de pobres
La necesidad que llevó a los antepasados de la región para alimentarse con cabuches les creó el estigma de “comida para pobres”, así le llaman y en el presente hay quienes les sacan la vuelta.
El consumo de cabuches se adoptó por necesidad de sobrevivir al desierto. Hoy en día su preparación varía y se pueden guardar durante años en conservas, prepararlos en caldo, con pico de gallo o en tortas. El resultado siempre es el mismo: un sabor cremoso como de alcachofa que se impregna en el paladar.
La última de las batallas para quienes viven del cabuche y luchan por mantener la tradición de su consumo, es darle su lugar en la gastronomía del desierto.
Un deleite que debe aguardar un año de espera, recalca Ivonne Mónica Orozco, dueña del restaurante Las Delicias del Desierto y Las Delicias de Mi General. Dos restaurantes que buscan reafirmar la identidad gastronómica de la región.
Finalmente la gente humilde, como lo fueron nuestros ancestros, rara vez murieron por diabetes o hipertensión. Entonces ¿Quién es el pobre? ¿El que puede pagar sus tratamientos o toda aquella persona que aprovecha la naturaleza que lo rodea y no los padece?