El velado prodigio de la música

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El velado prodigio de la música

Hay portentos que operan en el subsuelo de lo cotidiano, invisibles y a menudo desvalorados. La música es uno de ellos. En tanto fenómeno  consustancial a nuestra humanidad, la valoración de sus efectos suele inhibirse en la obviedad y diluirse en su propia inmanencia.

Por supuesto, su presencia no pasa desapercibida. Todos hablamos de la música que nos rodea, todos nos conmovemos y buscamos conmovernos con ella, todos tendemos a la música, sin embargo es en esa presencia cotidiana donde se disuelve la necesidad de preguntarnos el porqué de su influencia directa en nuestras emociones y de su inevitabilidad, o el porqué la humanidad le ha dedicado tantas horas y tantas vidas.

Nos contentamos con la romántica aseveración nietzscheana “La vida sin música sería un error”. La frase es emotiva, pero su contendido no deja de ser trivial (también un mojito sin ron sería un error); Nietzsche no procuró explicarnos por qué la ausencia de música sería un yerro en la existencia humana. Tal vez lo dio por sentado, después de todo el vaticinador del superhombre también era hombre.       

La inminencia de la música en el ser humano ha provocado que se pasen por alto sus ya poderosos atributos para buscarle otros que solo tienen cabida en el esoterismo, la mística o la pseudociencia, lugares en donde se ensayan aplicaciones superlativas para un fenómeno “cotidiano”, como el supuesto “efecto Mozart”, o los poderes de sanación vibratoria de antiguas afinaciones (pues ellas se encuentran en resonancia con el cosmos),  o bien, llegando a puntos tales de fanatismo que algunas publicaciones aseguran que la Tafelmusik de Telemann nos librará del dolor de estómago y Las Cuatro Estaciones de Vivaldi alejarán la hipertensión (https://www.nuevatribuna.es/articulo/salud/para-cada-dolencia-una-musica...). Incluso hace algunos meses debatí con alguien que asegura que sus violetas enfermas habían sanado gracias a la música de Vivaldi (de nadie más) y que ahora pueden prescindir del agua pero no de los concerti de “il prete rosso”.

Tal vez es más fácil, vistoso y taquillero asegurar que las violetas aman a Vivaldi que explicar cómo un proceso vibratorio aéreo puede desencadenar emociones en los individuos de la especie humana, cómo es que una secuencia precisa de sonidos puede resultarnos cautivadora y pegadiza, o por qué  instintivamente buscamos el canto.

Un puñado de científicos han trabajado y siguen trabajando en dar respuesta a estas  y otras muchas preguntas. Mucho se ha avanzado en la explicación del fenómeno musical. La teoría evolutiva y la neurociencia han arrojado luz sobre el tema, pero gran parte permanece en la oscuridad.

No pretendo minimizar los estudios meta-musicales, es decir, aquellos que buscan la aplicación de la música en terrenos que van más allá de su campo de acción inmediata, simplemente estoy impugnando la fácil complacencia en el alegato de efectos milagrosos de un fenómeno que de por sí tiene efectos comparables con un milagro. Mi intención es promover el despojo del velo de la obviedad al fenómeno musical y sembrar inquietudes acerca de algo cuya complejidad resulta tanto o más fascinante que el proceso de floración de las violetas.